Siempre hay argumentos

Manuel Calviño

Desde hace algunos años vengo defendiendo la idea de que buena parte del comportamiento humano se sustenta en una estructura argumental personal. Nada difícil de entender: muchas de las cosas que hacemos se pueden comprender entendiendo los argumentos personales que las respaldan. Y ahora a la inversa: un argumento, o una estructura argumental, no es más que un conjunto de ideas y opiniones personales entrelazadas, que sustentan y establecen la razón de realización de un comportamiento.
Probablemente por ser un producto genuino de la persona, ser su producción personal, el argumento goza del don de la verdad. Obvio, una verdad para el sujeto de ese argumento. Una verdad válida “hasta tanto se muestre lo contrario”, como dice Amaury Pérez.
Los argumentos pueden ser nuestro apoyo en la consecución del bienestar, la salud y la felicidad que todos anhelamos. Pero si contienen elementos de dudoso valor, incluso negativos, pueden también encerrarnos en la dirección contraria. ¡Y qué difícil es demostrarle a alguien la invalidez de “su” argumento!

Un ejemplo claro está en el fumador. Probablemente no existe persona alguna que no sepa que el fumar tiene un desenlace inexorable vinculado al cáncer. Esto último no es un argumento, es un hecho demostrado científicamente. No pertenece al dominio de los argumentos, sino al de los conocimientos.

Extensas campañas de bien público han dado hasta el detalle las informaciones necesarias para que cualquier persona con deseos de vivir se aleje definitivamente de ese hábito. Sin embargo, los fumadores siguen existiendo, incluso en algunos países su número va en aumento. Cuando usted le pregunta a una persona que sabe todo esto, ¿por qué sigue fumando?, siempre encuentra respuestas justificativas y hasta, para la persona, racionales: “Eso del cáncer es un cuento. Yo tengo un tío que fumó toda su vida y se murió a los noventa y tres años del hígado”; “El día que me toca ya está escrito y ni el cigarro ni nada lo va a cambiar”; “Yo leí en internet que si uno deja de fumar, en dos años se limpia los pulmones. ¡Ya lo dejaré más adelante!”; “Todos los organismos no son iguales, a algunos les afecta el cigarro y a otros no”; “De algo me tengo que morir”.

Ya ven, argumentos: “Fumo porque…” Los argumentos parecen ser una razón lo suficientemente poderosa hasta como para contradecir nuestro deseo primario: vivir. Ellos se encargan de ocultar la contradicción haciéndonos ver las cosas de un modo tal que parezcan coherentes con lo que son nuestras esperanzas y expectativas de vida.
Nuestros argumentos nos dan siempre la razón en una suerte de “tautología personal”: las causas explican y son explicadas por los fines. Imagínese ahora una estructura argumental personal, establecida y fortalecida con el tiempo y más aún que nos ha resultado útil. El único ingrediente que le falta para ser “inmóvil” es ser compartida, tener un mínimo de coincidencia con otros, encontrar “fans del mismo equipo”: “Es verdad… lo que pasa que eso solo lo entiende un fumador”, “Lo que él dice es cierto… total mi abuela nunca fumó y se murió de cáncer en el pulmón”.

¿De dónde sacan tanta fuerza los argumentos?, ¿cómo se forman?, ¿son modificables? Veamos un poco más de cerca el asunto y después “saque usted sus propias conclusiones”.

Los argumentos se forman durante la vida de las personas bajo la influencia fundamental de sus espacios vitales: su grupo familiar, sus vínculos comunitarios, las instituciones de las que es miembro activo; en síntesis, todo el sistema comunicacional que sobre él actúa.

Tienen tres tipos de contenidos fundamentales: los saberes, lo que sabe la persona o lo que saben otros que son referencia y crédito para él. Son, sobre todo, informaciones y conocimientos acerca de lo que el argumento trata, solo que pueden tener diferentes niveles de profundidad, adecuación a la realidad, parcialidad y por tanto distinta consistencia. Los saberes son los testimonios intelectuales-cognoscitivos de los argumentos.

Las experiencias: sucesos que le han ocurrido al productor del argumento personalmente, o a personas cercanas y que él ha vivido con intensidad. Estos sucesos dejan una huella emocional por lo general fuerte, con gran capacidad de generalización y que se convierte en un hecho de referencia por su “comprobada realidad”. La experiencia es el testimonio empírico-sensorial del argumento.

Por último, por si lo anterior fuera poco, están las creencias. De modo muy general podemos decir que son proposiciones o sistemas de proposiciones con una carga muy fuerte de certeza emocional compulsiva que dan una explicación de principio, y en este sentido incuestionable, con valor de precepto, a ciertos sucesos de la vida de una persona.

Con el riesgo de simplificar demasiado, veamos un ejemplo: el alcohólico. Observemos de cerca el siguiente diálogo entre un alcohólico y su hermana.

–¿Por qué bebes tanto? ¡Mira cómo te pones! No se te puede ni hablar.

– Yo no bebo tanto… un roncito nada más y eso no le hace daño a nadie. Además el alcohol es buenísimo para la circulación. ¿Te acuerdas cuando te dolían las piernas que con un toquecito de algo se te mejoraban?

–¿Pero tú no te das cuenta que estás acabando con tu vida?

– ¡Ah¡ No me vengas con esa descarga. La vida es vacilar, hacer lo que a uno le gusta. Lo demás es la desgracia que lo mejor es olvidarla y hasta para eso el roncito ayuda.

– Te vas a morir de una cirrosis hepática si sigues por ese camino.

–Difícilmente. Mira Carlitos, toda la vida bebiendo y no tiene nada en el hígado. Se va a morir, pero de pulmonía… si no es que el alcohol hasta lo ayuda a exterminar los bichos.

Los argumentos nos salvan y nos hunden. Pueden ser nuestros más poderosos aliados o nuestros peores enemigos. La opción para la persona sana, para la persona que opta por su desarrollo personal es revisar autocríticamente sus argumentos, evaluarlos con flexiblilidad tomando como base no solo su opinión sino sobre todo, el conocimiento científico.

Escuchar con sabiduría a las otras personas y reflexionar. Expresar nuestras ideas y someterlas a juicio. Tener una actitud franca y abierta que permita reafirmar los buenos argumentos y cambiar los que nos alejan de nosotros mismos. Claro que no hay nada más difícil que cambiar. Pero con un poco de voluntad y con las ideas claras todo es posible.