Si la envidia fuera tiña

Manuel Calviño

Estando un sábado, temprano en la mañana, en el mercado agropecuario, ocupándome de mis habituales compras de vegetales para intentar mejorar mi “estilo alimenticio” (¡qué difícil es!), fui a pagar con un billete de cien pesos, y una persona, parada a mi lado, me dijo en un tono bastante irónico, hostil y resentido: “Así sí vale la pena”. Ya saben, como si tener un billete de cien pesos fuera un pecado, como si además me hubiera caído del cielo, y como si en ese pedazo de papel se reuniera toda mi riqueza espiritual. Una señora, en su segunda juventud, se me acercó y me dijo: “Profesor, no le haga caso que ese es un envidioso”, lo que aprovechó un individuo con aspecto de trabajador de la oficina personal de inventos, negocios y producción de beneficios para su bolsillo, y me dijo: “Hable de la envidia. A mí en el barrio me tienen loco los envidiosos –me echan la policía pa’rriba, el Comité se las pasa averiguando en qué yo ando. Me tienen tremenda envidia”.

Claro, no todo lo que se percibe como envidia, es realmente envidia. Tras la supuesta envidia de otro algunas veces se esconden desvaríos y despropósitos que no es envidia lo que producen, sino indignación. No creo que alguien quiera tener lo que esas personas creen que es envidiable: tarecos manchados por el engaño, la ilegalidad, el aprovecharse de las necesidades de otros, que sé yo cuántas cosas recriminables. El sentimiento que promueven no es envidia, sino enojo, enfado, rechazo.

Pero es cierto que la recurrencia del tema de la envidia entre las preguntas que me hacen en los diversos escenarios en los que hago mi trabajo es sencillamente notoria. Estoy convencido de que esta frecuencia tan alta no se sustenta solamente en la cantidad de personas envidiosas que existe. Su causa reside, sobre todo, en el impacto tremendamente nocivo de la envidia en todo el sistema de relaciones interpersonales.
La envidia nos conmociona especialmente. Por si esto fuera poco, la preocupación por la envidia es fundamental, toda vez que como dijera Cervantes, es “raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes”. La envidia, cuando se apodera de una persona, abre en su alma el camino a todos los sentimientos despreciables y torpes. Más aún convoca a que aparezcan en los demás los mismos sentimientos negativos y destructivos.

El envidioso se lanza sobre su víctima enarbolando dos agresiones fundamentales: por una parte menoscaba los esfuerzos, logros y merecimientos que se sustentan en el esfuerzo, la capacidad y la dedicación. Si usted ha sido blanco de la acción de un envidioso sabe perfectamente los reglones torcidos de su insidia. “En definitiva que fue lo que hizo… una cosa que hace cualquiera” –ahí está su mordida subvalorativa.
“Él no se lo ganó, no se lo merecía. Lo que pasa es que el jefe es su amigo, y se lo dio porque son un par de corruptos…” Por la otra parte, desde la envidia se deposita en el aludido una ponzoñosa imagen de vanidad, superficialidad y dudosa ética, y ejerce también su hostil y malsano empeño en complicidad con la subvaloración y la devaluación. “Mírala, quién se cree que es… todo lo que tiene es robado”; “Oye compadre, que Dios le da barba a quién no tiene quijada”; “Total… si yo quisiera también lo tuviera, pero yo no soy especuladora”. Y estas son cosas que difícilmente alguien pueda tolerar.

Quiero compartir con usted tres declaraciones que considero importantes sobre la envidia. No son el resultado de una encuesta masiva científicamente bien dotada, pero cuando pregunté (y aún pregunto) a muchas personas ¿qué es lo que se envidia?, la respuesta no es más que la confirmación de que la envidia es miseria espiritual.
Entre lo “más envidiado: lo que tengo, lo que me pongo, cómo me visto, lo que compro, dónde compro, lo que usan mis hijos, el carro, el pelo, el celular”. Podemos expresarlo en una palabra: trapos. Y esto es importante para entender la bajeza de la envidia. No se envidia calidad humana, no se envidia desarrollo cultural, no se envidia capacidad para afrontar situaciones difíciles. Se envidia “trapos”: el envidioso muere de envidia por algo que ni tan siquiera lo podría enriquecer como ser humano. Y es que la envidia es superficialidad.

¿Qué más se envidia?, seguí preguntando en mi encuesta: “Lo que me gané con mi esfuerzo y sacrificio, lo que me dieron por mi trabajo, lo que sé cuidar y preservar, lo que cuido con esmero”. Y esto es importante para entender la pasividad agresiva de la envidia. El envidioso habla, se queja, pero no hace nada por lograr él las mismas cosas. Prefiere creer que “la vida es injusta”, antes que pensar que él pudiera hacer algo. Al otro las condiciones le fueron favorables. A él solo le tocaron obstáculos y dificultades. Por eso la envidia es refugio de los infecundos.

¿Qué otra cosa se envidia? Al menos en algunos, y ya es casi un consuelo, se envidia “la inteligencia, la educación, la forma de comportarse, el estilo de vida, las amistades, los gustos, la vida cultural y relacional que se tiene”. Y esto es importante para entender la mediocridad de la envidia. Su incapacidad para dejar ver que la inteligencia, la cultura, la educación de otra persona, en primer lugar no son para envidiar, sino para admirar. Y en segundo lugar que esas cualidades de otra persona, deberían ser un motivo de mejoramiento personal. En este sentido no cabe duda de que la envidia es un testimonio de inferioridad.

Una rápida radiografía, o un escaneado para ser más contemporáneo, de la envidia, nos deja ver algo más sobre su esencia, cosas que se suman al entendimiento del por qué se le considera miseria del alma, y quién sabe si nos invita a no dejar fuera de nuestra estrategia de afrontamiento a la misericordia. Ante el envidioso no solo podemos movilizar todas nuestras tácticas resolutivas de inadmisibilidad, sino también sentir cierta aflicción, pena, lástima.

La envidia se aloja, encuentra condiciones propicias, en personas con daños autovalorativos. No toda autovaloración inadecuada convoca a la envidia, pero allí la envidia encuentra alimento. Y aunque a primera vista encontramos un daño asociado al “creerse cosas”, digo una sobrevaloración casi delirante, el examen psicológico nos revela también una subvaloración como posible causa. El que se cree que lo merece todo y más, se siente subevaluado por los demás, por aquellos que, pudiendo, no le dan a él (y solo a él) todo lo que se merece. Ahí culpará a la vida, a la incompetencia de los demás, a las condiciones, a cualquier cosa, pero siempre con un sentimiento de derrota, de falta de éxito, de lo no logrado.

De aquí que las relaciones del envidioso con los demás estarán presididas siempre por la molestia, por la agresividad contenida, por el resentimiento. Para el envidioso no hay posibilidades de tener relaciones interpersonales sanas. Su comportamiento lo aleja, lo distancia de las otras personas. Solo lo resistirán los que lo acompañan en su concierto destructor, otros también con mordeduras de envidia al acecho.
O quedarán junto a él los cómplices ingenuos, los que prestan su oído a la ponzoña. Los que no saben distanciarse de quien terminará atacándolos también a ellos. Porque la envidia es destructiva por principio,
y autodestructiva por destino.
Dos preguntas para cerrar (o mejor para abrir su reflexión): ¿qué hacer con ese vicio tan malsano que es la envidia? ¿Cómo afrontar el látigo perjudicial del envidioso?

Contra la envidia, como posibilidad de nuestro modo de actuar, hay antídotos. Si no quiere usted llegar a ser una persona envidiosa, si no quiere que la envidia muerda su alma y le genere el vacío de la miseria espiritual, desarrolle su antónimo, el antónimo de la envidia. ¿Cuál? Usted lo sabe: si la envidia es mirar lo que tiene el otro, sufrir porque él lo tiene y usted no, hacer lo que sea para que él no lo tenga tampoco, y mejor aún si lo tiene solo usted, entonces lo que hay que desarrollar es la molestia por lo que no tiene el otro y usted sí, y el intento de ayudar
y hacer lo posible para que él también lo tenga, para que todos tengamos lo que seamos capaces de ganarnos con nuestro esfuerzo, para que tener sea el resultado de merecer. Y eso se llama sensibilidad. Y eso se llama colaboración, modestia.

Aléjese de la jactancia, no hay que vanagloriarse por los éxitos y los logros (mucho menos por las tenencias superfluas). Piense que todo lo que un ser humano puede, lo pueden muchos otros. Desarrolle la capacidad para sentirse orgulloso del logro ajeno. No solo existe la vergüenza ajena. Existe también el reconocimiento de los merecimientos de las otras personas. Nunca deje de percibir que estar cerca de alguien que sabe hacer es ya una condición favorable para su saber hacer.
El logro de alguien es un camino que se abre para nosotros, y es también algo de lo que podemos disfrutar. Convivir con el logro de otros es ya un privilegio que solo los buenos saben cultivar y sentir. Usted seguro que puede.

Contra la envidia que viene del otro, contra ese maléfico sentir, actuar y decir, también hay mucho que hacer. Y mucho que no hacer.
No se haga cómplice de la maledicencia del envidioso. No le conceda su escucha ni le deje actuar con su silencio. No tema a desenmascararlo.
No dude en llamarle la atención. Y si es usted la pretendida víctima, entonces aproveche la oportunidad para crecer. Haga suyo un viejo proverbio árabe que dice: “Castiga a los que te envidian haciéndoles el bien”, ¡Vale la pena!