Todo aquel que haya sido examinador seguramente se ha tropezado con los más disímiles e impactantes procedimientos de respuesta que es capaz de crear un alumno. Entre los estudiantes es muy común el principio de que ninguna pregunta se deja en blanco, sin respuesta. Dejar una pregunta en blanco es un acto de renuncia inadmisible. Revisando una prueba con un candidato a desaprobado, al llamarle la atención sobre su total desatino en una caricatura de respuesta a una pregunta, me dijo: “¿Qué quería Profe, que la dejara en blanco? De eso nada.
Hay que morir combatiendo… uno tira la piedra… va y da en el blanco”.
Los educandos con frecuencia olvidan que un examen no es solo un acto de evaluación, sino también de valoración, de diagnóstico.
El profesor no solo está evaluando al estudiante en términos de qué sabe
o no. También diagnostica sus actitudes, sus estilos de solución de problemas, valora su autocriticidad, su capacidad para reconocer deficiencias como primer paso para superarlas. Los profesores no dejamos de ser educadores cuando estamos tomando exámenes. Aprendan mi trabalenguas: “Sabe más quien sabe que no sabe, que quien se cree que sabe y no sabe ni qué no sabe”.
La situación es clara: alguien hace una pregunta que otro (u otros) tiene que, o debe, responder. De hecho se da una respuesta, solo que es una respuesta que no responde. A este tipo de “cuasi respuesta” las llamo, en franco neologismo, “i-rrespuestas”. Valga aclarar que no se trata de que la respuesta no sea la que se esperaba. Este es otro tema que habrá también que analizar. Pero el análisis, en ese caso, recaerá en el que pregunta. Ahora se trata del que responde.
Con frecuencia las i-rrespuestas son elaboraciones lingüísticas correctas, con una lógica interna adecuada, quizás con un tono alto de abstracción, y que expresan un vínculo emocional adecuado con quien las emite. Usualmente contienen verdades irrefutables. Es decir son enunciados casi perfectos. Solo que no responden a la pregunta que las convoca.
Se pueden producir prácticamente en todos los ámbitos de la vida en el que alguien pregunta y otro responde. “¿Se puede saber dónde tú estabas toda la tarde que cuando te llamé a la oficina a las cuatro y cincuenta y un minuto de la tarde, y tu secretaria me dijo que habías salido desde hacía rato y aún no habías regresado?” (Eso no es una secretaria, es un verdugo). La i-rrespuesta: “Llegaron unos materiales nuevos que están buenísimos, la gente está supercontenta… imagínate ahora se trabajará con más calidad y en mejores condiciones”. Por cierto, si su mujer es psicóloga, usted está muerto por partida doble: además de no responderle, debo decirle que su inconsciente lo ha traicionado y le ha hecho decir que usted estaba con unos “materiales nuevos que están buenísimos”.
Puede suceder con su jefe: “Me podría decir por qué no se puede hacer esto”. “¿Cómo que por qué? Sencillamente porque no se puede” –responde airado el que se siente además cuestionado. “Ya sé que no se puede –insiste usted– pero lo que le pregunto es por qué no se puede?”. “Y dale con lo mismo. No se puede porque no se puede. Está establecido que no se puede”. Así usted puede seguir con su pregunta, que él seguirá dando la misma i-rrespuesta. Y al final, la conversación se acaba en el momento que él decida. En casos como este uno tiende a darle la razón a aquella sentencia murphyana que tamizo a mi manera y que dice: “No siempre se sabe quién tiene la razón, pero casi siempre queda claro quién tiene el poder”.
Las i-rrespuestas caldean el ánimo de las personas, generan una tensión adicional a la que dio origen a la pregunta. No es extraño que incluso, hagan que aparezcan en el “i-rrespondido” sensaciones de malestar, de irrespeto, o de decepción. En fin, puede que en algunos incautos favorezca una respuesta de “no entendí nada, pero me da igual”, pero en general las i-rrespuestas generan emociones negativas. Razón suficiente para que, en caso de ser los que respondemos, las desarticulemos, las expulsemos de nuestro repertorio de respuestas. Y, en caso de ser los que preguntamos, entonces no las admitamos como válidas y exijamos adecuación.
¿Cuáles son las causas de tal proceder? Esto es algo que nos vendría bien esclarecer, pues solo actuando sobre las causas podemos acabar con los efectos. Ponga usted de su cosecha. Yo le adelanto algunas.
La “compulsión del estatus” es una de las causas. Para ser más claro: hay quienes cuidan más la silla que la verdad. Un maestro que piensa que perderá autoridad o prestigio si reconoce ante sus estudiantes que no tiene respuesta para una cierta pregunta, o que no tiene toda la información necesaria, o lo que fuese, es un maestro que tiene muchas probabilidades de caer en la trampa de la i-rrespuesta. Se sentirá compulsado a responder algo, cualquier cosa, con tal de no reconocer su vacío. Es tal el estado de descontrol que le produce la contradicción entre la sensación de incapacidad y la compulsión a mantener su estatus, que no se da cuenta que la opción asumida multiplica la supuesta insuficiencia: además de no saber, se hace el que sabe y miente. Así lo entenderán sus alumnos. Mucho más sencillo es declarar que no se tiene respuesta, invitar a todos a buscarla, y comprometerse él mismo a hacerlo. Postergar es mejor que i-rresponder.
En ocasiones, el origen de la respuesta que no responde se sustenta en un padecimiento: el mal de la “escucha sorda”. Ya sea porque, incluso sin saber exactamente cuál es la pregunta, ya tiene la respuesta preparada. O porque no escucha lo que le preguntan, sino solo la traducción que él mismo se hace de la pregunta. O porque solo toma un elemento contenido en la pregunta y lo convierte en toda la pregunta. Pero lo cierto es que no escucha lo que se le pregunta. Es de esperar entonces,
que su respuesta sea incoherente en relación con lo que se está cuestionando. De entrada, él mismo se está poniendo en las manos de la i-rrespuesta. “No es eso de lo que yo le estoy hablando compañero… ¿yo no hablo claro o usted no me está escuchando?”.
Las “respuestas aprendidas” testimonian aquella idea de que la experiencia no solo puede ser una buena aliada en el afrontamiento de ciertas situaciones, sino también una enemiga. Pueden producir i-rrespuestas. Cuando alguien aprende ciertas respuestas y se “amarra” a ellas con un nivel de fijeza funcional tal, que no le permite ver los matices diferenciales de esa pregunta hecha hoy, aquí y ahora, respecto a casi la misma pregunta pero hecha ayer y allá, entonces la devuelta tiene mucha probabilidad de ser una i-rrespuesta. Además este aprendizaje de respuesta, por su carácter lógico de aprendizaje, es una generalización. De modo que si se asume de manera suprapersonal, más allá de la persona que hace la pregunta (no importa quién pregunte, la respuesta aprendida es…). Entonces la respuesta aprendida vendrá como i-rrespuesta. “Siempre la misma cantaleta” se queda pensando quien la recibe. Y mientras más fue una buena respuesta antes, más tenderá a repetirse y aumentará su probabilidad de ser una respuesta que no responde.
Por último, digo de las causas que aquí sugiero, hay una incapacidad de entender las preguntas que nace de una total incapacidad para tan siquiera suponer que tal pregunta puede existir. Es como si en el universo representativo de la persona a quien se pide una respuesta no existiera la posibilidad de la pregunta. Entonces está claro que responderá cualquier cosa menos algo que de alguna manera sea respuesta probable y no i-rrespuesta. Es como si existieran razones fundamentalistas que no admiten la posible existencia de ciertas preguntas. “¿Y qué si te digo que tengo un amante?” –le decía la mujer al marido. Y aquel no la podía ni entender. Solo le respondía “Te juro que yo no estoy en nada”.
Para el buen desempeño de cualquier actividad, para que nuestras relaciones interpersonales fluyan favorablemente, para que lo que tenga que ser corregido sea corregido y lo que tiene que ser detenido sea detenido, es necesario que todas las preguntas, dudas, cuestionamientos que las personas tengan puedan no solo encontrar un espacio de expresión y legitimidad, sino también de respuestas. Respuestas convincentes. Respuestas estimulantes. Respuestas para querer seguir adelante, y no para favorecer la decepción, el desgano. Las respuestas que no responden no son respuestas. Son voces que invitan a la desidia.