Un padre muy apenado, y sobre todo triste y dolido, me comentó de una decisión que había tomado su hijo, y que afectaba sus relaciones con la única nieta que tenía. Todo sucedió cuando el primogénito le había pedido que recogiera a la pequeña en el círculo. Un desliz de atención y memoria, nada inusual en las personas de la edad de quien me contaba, había traído como consecuencia que aquel olvidara la tarea asignada, y que la pequeña esperara un poco más (bueno, bastante más) de lo usual para poder regresar a la casa.
Su hijo, con quien siempre había tenido excelentes relaciones, movido probablemente por la reacción situacional (y ya sabemos que la primera reacción no suele ser buena consejera) tomó la decisión de no permitir que al abuelo se le diera tarea alguna que tuviera que ver con la niña. Con lo que ponía un obstáculo en las relaciones entre la pequeña y el de la tercera edad. El padre-abuelo, una vez pasado los días, y disminuido el impacto del suceso, le pide a su hijo que reconsidere la decisión. Le comenta que ha decidido hacer lo que nunca antes había necesitado: apuntar las cosas. Pero al parecer el hijo duda. “Mi nuera me comentó –me dijo– que el muchacho se está preguntando si debe o no echar para atrás su decisión”.
Cuántas veces nos hemos encontrado en situaciones en las que hemos tomado decisiones, incluso pongamos justas, adecuadas, y luego por una u otra razón nos piden revaluarlas (en el sentido no de darle más valor, sino de volver a evaluarlas). O nosotros mismos pensamos en la posibilidad de alguna econsideración. Cosas que nos suceden en todos los ámbitos de nuestra vida, en las diferentes relaciones interpersonales que tenemos –familiares, laborales, amistosas, de pareja. ¿Es legítimo, correcto, bueno, revaluar nuestras decisiones?
Toda decisión es decisión en un contexto. De manera que, en principio, su validez nace asociada a los contextos en que fue la decisión tomada. Por eso es muy común escuchar frases del tipo: “para entender mi decisión ponte en mi lugar”, o “trata de entender la situación en que me encontraba cuando tomé la decisión”. El contexto específico, la situación, no es solo el escenario casual de nuestras decisiones, sino que forma parte de la decisión misma. De modo que es natural pensar que si cambian las situaciones, si cambian los contextos, es posible que nos pidan, que nos pidamos nosotros mismos, revaluar las decisiones.
En el caso particular de una decisión que emerge como una respuesta reactiva a un suceso, cuando se toma al fragor de algo que ha sucedido en ese momento, y que nos ha producido displacer, molestia (como el caso que nos sirve de trampolín en nuestro análisis), corre el riesgo de no ser, de no haber sido, lo suficientemente abarcadora, de no haber considerado la mayor cantidad de informaciones posibles. En otras palabras, probablemente es una decisión más impulsiva (por eso le llamo reactiva) que racional (pensada, sobre pesados los diferentes aspectos, analizada con varias ópticas). El contexto emocional en que se toma es tenso, y la decisión tiende a ser hasta contradictoria: el padre de la niña, para preservar a la niña de situaciones desagradables (que se quede olvidada otra vez en el círculo), la pone en otra situación desagradable, la aleja de su abuelo, a quien quiere y necesita.
Sin embargo, una vez desaparecida, o al menos menguada, la tensión, la posibilidad de una revaluación es casi inminente. Importante señalar aquí que no utilizo el término re-evaluar casualmente. Revaluar es reconsiderar. Volver a analizar la situación. Qué la provocó. Que sucedió. Qué decisión se tomará al respecto. Revaluar una decisión no es solo derogarla. Esta es una posibilidad. No la única. Puede ser que producto de la revaluación la decisión sea reforzada y mantenida, o puede que sea modificada parcialmente. Desde la revaluación es posible llegar
a diversas conclusiones.
De manera que revaluar una decisión no solo puede ser necesario y útil, sino también justo.
Pero en buena medida, el que hagamos una cosa u otra, va a depender de cómo entendamos el sentido de la revaluación de una decisión. Para esto necesitamos acercarnos a dos conceptos distintos, que suponen dos análisis diferentes, dos miradas diferentes, a los mismos sucesos, y seguramente respuestas distintas a la pregunta del novel papá: uno es “echar para atrás”, y el otro es “reconsiderar”. El mismo decisor de nuestra historia está pensando una de estas formas.
Cuando se piensa en “echar para atrás” lo que se pone en juego es el estatus de justeza (adecuación) de la decisión en el momento en que fue tomada. “Oye, nos equivocamos. Metimos la pata. Dale marcha atrás a eso”. A veces la marcha atrás ya no funciona, porque la decisión cambió tanto la situación que no hay modo de rehacerla. Pero, insisto, en el echar para atrás hay un cuestionamiento de la decisión y del decisor. Se marca como “error”. Y claro, aquí es muy común que aparezcan las “resistencias internas”: el falso orgullo, la autoestima, los prejuicios, la rigidez. Por eso el resultado es ¡para atrás nunca! ¡Lo hecho hecho está!”. Desde esta comprensión lo más posible es que el abuelo se quede sin poder interactuar con su nieta, y que desde aquí pues, se deteriore también la relación con su hijo, y… ya sabemos: el camino de la discordia, de la separación, del absurdo.
Sin embargo, cuando pensamos la revaluación en términos de “reconsiderar” abrimos la puerta a un enfoque distinto, más prometedor.
Y vuelvo a decir, no es solo para derogar, es también para mejorar, para enriquecer, o para reforzar y mantener. Reconsiderar es volver a evaluar la situación, pero traída al momento actual. Es tratar de valorar cuánto han podido influir nuevas condiciones en la “traumatología” de la decisión. Dejarnos permear por nuevos argumentos. Aceptar la posibilidad de cambio. “Hasta me hice una pizarrita y la puse en la sala de mi casa para apuntarlo todo y que no se olvide nada” –me comentaba el abuelo. Es considerar también los efectos favorables y los no favorables, incluso los no previsto, devenidos de la aplicación de la decisión. Actuando así nuestros corazones se ensanchan, nuestras relaciones se enriquecen, y nosotros crecemos como seres humanos. Reconsiderar es un acto de suprema inteligencia.
No tome el rábano por las hojas. No digo que todas las decisiones hay que reconsiderarlas. Aunque no viene nada mal revaluarlas de vez en cuando. Lo que digo es que no se puede dejar de reconsiderar lo que necesita ser reconsiderado. No se deje llevar por los prejuicios.
No deje que el falso orgullo se haga cargo de su voluntad. No se permita ser invadido por temores de autoestima o falta de autoridad. Tomar una decisión en un momento, y luego en base a diversas cosas ocurridas someterla a re-análisis, volver a pensarla, e incluso modificarla, puede ser un acto de profundo sentido humano, tremendamente inteligente, y más productor de bienestar y desarrollo. No lo dude, reconsiderar es de sabios.