Todos tenemos una cierta vocación de Nostradamus. La profecía es un juego intelectual con el que intentamos anticipar el futuro poniendo a prueba nuestra inteligencia. No importa cuánto se nos imponga el presente, el futuro nos apasiona. Probablemente porque el futuro es misterio, duda, quizás.
En estos tiempos de rupturas, de disoluciones, donde los propios se dicen ajenos, y los cercanos parecen extraños, la impresión resultante que impregna la mirada al futuro es la desaparición. Somos invitados a creer que asistimos al comienzo del fin. En ocasiones hasta nos sentimos como dinosaurios con conciencia de desaparición. Razones verdaderamente no faltan: este ha sido el siglo de las guerras destructivas, de las enfermedades más devastadoras, del estancamiento poblacional, de las disoluciones de las naciones, del resquebrajamiento de las alianzas. Y todo esto tiñe (escoja usted el color –quien puede preferir
el rojo, quien el gris. El azul no parece muy aconsejable) la valoración que hacemos de dos instituciones fundantes de nuestra vida: la familia y el matrimonio.
El matrimonio parece no poder sobrevivir la terrible enfermedad que le ha inoculado nuestro flamante siglo veinte. En algunas zonas geográficas, no casualmente norteñas, el matrimonio está severamente amenazado de extinción por el egoísmo económico, la idea narcisista de la libertad individual como ausencia de compromiso, la bisexualidad, a la que algunos especialistas consideran la orientación sexual dominante para el próximo siglo. Súmense a estos el aumento del ritmo de la vida casi hasta el nivel de la neurosis, la burocratización de los empeños sentimentales de las personas, la televisión convertida en “amante escondida” de incautos en busca de experiencias diversas, las sexshops, internet usada como el nuevo instrumento del escapismo trascendental (continúe usted la lista…).
A los ojos de muchos, la propuesta de los años sesentas: make love not war (war with nobody, love with everybody), con su consabida “liberación sexual” y el “amor libre” dañaron seriamente la imagen del matrimonio como patente de corso de la sexualidad. El feminismo en alguna de sus variantes absurdamente defendidas como la liberación de “las explotadas” del yugo impuesto por las instituciones machistas (léase el matrimonio) marcó también el declive de atracción de la unión formal entre un hombre y una mujer. La instauración desarticulante del concepto de familia sin hijos, el abortismo, hasta la moda del orientalismo, no la de los Toyotas y Datsun, sino la de las filosofías trascendentalistas, revolvieron el egocentrismo del “yo, yo” y “los demás que se las arreglen”.
El síntoma por antonomasia del andar del matrimonio hacia su desa-parición es comprensiblemente ubicado en el divorcio. Hoy ser hijo del divorcio, formar parte de una familia extendida, es algo más que común. Ha llegado a ser natural. Y no es difícil de entender si pensamos que una tasa de divorcio del cuarenta por ciento es, en el escenario mundial, apenas un buen average pero para nada un récord.
El matrimonio ha tenido sus defensores y sus detractores. Siempre ha sido así. Pero además casi todas las personas encuentran tantas razones para salvar al matrimonio como para hundirlo definitivamente. Con él (digo obviamente el matrimonio) siempre tenemos una suerte de relación doble, algo como lo que Pichón-Riviere denominaba la fascinación con el horror. Es “un sí, pero no”, algo que se quiere y se teme, que desagrada pero encanta. Dicho con Sor Juana Inés: Yo no puedo tenerte ni dejarte, / no sé por qué al dejarte o al tenerte / se encuentra un no sé qué para quererte / y muchos si sé qué para olvidarte… Así es. Así somos.
Así lo sentimos.
Lo peor quizás, es que algunos de sus más fervientes defensores, probablemente sin saberlo, han sido sus detractores más contundentes. Se ha aludido a la defensa del matrimonio por razones de dictamen inviolable desde las creencias y las convicciones, se ha defendido desde la necesaria integridad de la moralidad. Se le ha convocado desde su ser instrumental en la ulterior construcción de la familia. Se ha convocado a hacer cualquier cosa con tal de salvarlo. Pero tales acciones recuerdan a Rodney Dangerfield cuando sentenciaba: “Dormimos en cuartos separados, hacemos nuestras comidas aparte, tomamos las vacaciones por separado –estamos haciendo todo lo que podemos para mantener nuestro matrimonio unido”.
Pero ¿se mantendrá el matrimonio en el próximo siglo? Esa es la cuestión. Desde antes de El origen de la familia, la propiedad privada y el estado, cuando los hombres pensaban que casarse era algo así como pagar un all inclusive, mucho antes del intento de matrimonio abierto de Sartre (que duró toda la infidelidad de él, pero no resistió la de ella, para no variar), cuando el concubinato, la unión consensual, eran apenas pecadillos de los pobres, ya había defensores del no. Pero de ser negativa la respuesta a nuestra pregunta futuróloga entonces habría que preguntarse qué ocupará el lugar del matrimonio. De ser la respuesta afirmativa, de ser cierta la afirmación de los “enmatrimoniados felices”, de que “lo bueno no pasa”, de que “vale la pena”, entonces el cuestionamiento podría ser ¿cómo será el matrimonio del futuro?
De cualquier modo, no nos tendamos una trampa. El nuevo siglo está al doblar de la esquina. Hay incluso quienes afirman que ya llegó, pero como la incomunicación es tan fuerte no nos hemos atrevido a decírselo a nadie, ni a nosotros mismos. El asunto no es de días o meses. El asunto que nos convoca es el futuro. Un futuro tan cercano o tan lejano cuanto pueda predecirse desde el azar, el caos, o la más rigurosa ciencia de lo probable.
Soy de los que con Mercedes Sosa grito a voz en pecho cambia, todo cambia (linda canción, creo que de León Gieco). El cambio es lo inevitable: “lo único eterno es el cambio”. Cambio es modificación, ruptura. Pero también es reconstitución, emergencia, continuidad. Del cambio casi siempre se subraya la modificación, lo distinto. Pero queda semiciego, como oculto, que lo que cambia sigue intrínsecamente, en algún lugar de su existencia, el precepto newtoniano de la energía: “ni se crea ni se destruye, solamente se transforma”. En algún lugar de lo nuevo está lo viejo. Para ser más justo y exacto en algún lugar de lo actual está lo pretérito. Lo que pasó existe mucho más allá de la simple historia que se cuenta. El pasado forma parte del presente. La más trasmutada situación es siempre en alguna medida un continente de la nueva situación.
¿Desde cuándo existen el amor, la amistad, la solidaridad? Y no es difícil darse cuenta que la misma edad tienen la envidia, los celos, la soberbia. Claro que el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, fue un poco extremista cuando afirmó que “el amor es hoy tan animal cuanto lo ha sido por todos los siglos”. El amor hoy es distinto, como también lo es la amistad y obviamente el odio, el resentimiento. Cambia todo cambia, pero se mantiene la esencia humana enraizada en el sentido mismo de la existencia del hombre, en sus angustias y certezas, en su condición
de ser finito y de poder prolongarse en el otro, en su necesidad primaria basal del contacto, de la intimidad, de la cercanía. Lo demás es lo de menos.
Desaparecerá el matrimonio: el matrimonio como unión de intereses económicos, como fusión de castas y linajes. Perdurará el matrimonio como acto instituyente de la simbología primaria del amor, de la entrega, del compromiso humano. Desaparecerá el matrimonio como cercenante de las libertades y las interdependencias entre las personas. Perdurará el matrimonio como unión fundada en el ejercicio y la defensa mancomunada de los derechos y deberes de las personas, como espacio de creación y recreación de la vida. Desaparecerá sí el matrimonio que anquilosado en sus ropajes vierte tedio, inanimismo, rutina y desencanto en el alma humana. Perdurará el matrimonio despojado de las suciedades de época, de las modas y los clichés, del esnobismo y la desesperanza aprendida. Hablo del matrimonio que funda y realiza proyectos, del matrimonio que se reconoce como mirada al futuro de la acción volitiva humana, del matrimonio que dice “hacia allá vamos” porque reconoce que si triste es no lograr lo que uno se propone, intentar y fallar, más triste es no intentar lograrlo.
Dice Galeano en su Libro de los abrazos que “[…] cuando es verdadera, cuando nace de la necesidad de decir, a la voz humana no hay quien la pare. Si le niegan la boca, ella habla por las manos, o por los ojos, o por los poros, o por donde sea. Porque todos, toditos tenemos algo que decir a los demás, alguna cosa que merece ser por los demás celebrada o perdonada”. El matrimonio cuando es verdadero, cuando nace de las más íntimas y fundamentales necesidades de las personas, es como la voz humana: no hay quien lo detenga. Su restauración está a cargo de nosotros. No para preservarlo como pieza de museo, sino como deseo
y anhelo de vivir en cada época y como decisión de preservar la esencia humana.