La noche sabatina a muchos les hace vivir la ilusión de estar liberados de los mecanismos de rutina, control y compromisos. Es una noche de diversión, de fiesta en el sentido que Freud apuntaba: “[…] un exceso permitido y hasta ordenado, una violación solemne de una prohibición […] que reposa en la naturaleza misma de la fiesta, y la alegría es producida por la libertad de realizar lo que en tiempos normales se halla rigurosamente prohibido”.
La noche del sábado es la noche del ocio y su modelo de nocturnidad es “salir de casa” a divertirse. Pero ese clima festivo, esa apertura hacia sí mismo y ruptura de los rigores de la vigilia, necesita no solo de un tiempo propio, sino también de un espacio propio: “[…] la fantasía, la irrealidad, el distanciamiento de lo cotidiano que se incrementa con recursos y artificios en el interior de los locales: decoración, iluminación, centelleo de luces, intensidad de la música”. Se erige allí como una opción deseada, una suerte de engendro que necesita más que ser disfrutado, ser analizado:
la discoteca.
En la segunda mitad de los setentas se produjo en los Estados Unidos de Norteamérica la manifestación notoria de las discotecas.
De unas 100 discotecas existentes antes de 1976, en un año se alcanzó la cifra de 18 000 discotecas. La imagen de entonces aparece en Saturday night fever: un lugar aún cercano al Night Club, concebido como lugar de encuentro, donde bailar la música de moda y sentirse relajado.
Pero muy pronto la propuesta tomó matices distintos al ser rediseñada. El consumo de LSD, la droga psicodélica, se había hecho bastante popular entre los jóvenes norteamericanos y en 1965 Bill Graham, uno de los más exitosos promotores de rock, compra un antiguo
salón y monta un espectáculo con elementos sensuales y alucinatorios que creaban la atmósfera del “viaje” producido por los efectos del LSD.
Se proyectaban en el escenario y en las paredes todo tipo de collages luminosos y filmes eróticos. Pinturas “protoplasmáticas” rodeaban la escena junto a fotos animadas y luces negras. La psicodelia, un aglutinador social asociado a un estado de alteración de conciencia, irrumpe en el mundo del “mercado de consumo del ocio”. Comenzaba una asociación casi inextinguible entre discoteca y consumo de drogas ilegales.
Para 1978 la situación se hace más crítica. El periódico norteamericano Dayly News caracteriza así lo que pasa en una discoteca: “Apartados unos de otros por una música ensordecedora, expuestos a una luz deslumbrante, los bailadores hacen todo lo que se les pasa por
la cabeza, sin mirarse, y sin dirigirse la palabra en ningún momento, como si cada uno se moviera delante de un espejo gritando sin parar yo, yo, yo”. La discoteca comienza a convertirse en un manipulador de una situación social del desarrollo facturando un modelo de nocturnidad construido para producir un sujeto de ese consumo, un sujeto con ilusión de trasgresor que en realidad no es más que un esclavo de la producción mediática comercial de los modos de consumo del ocio y en franca asociación con el “negocio de los negocios”: la droga. “Estas formas… de diversión son… experiencias psicodélicas… para inducir una situación en la que el individuo consiga replegarse sobre sí mismo…
es una forma de goce juvenil indisociable de la intención de llevar hasta las últimas consecuencias el ejercicio de la libertad individual y lograr una distancia crítica frente al medio concreto en que le toca vivir al sujeto”. La propuesta es la enajenación.
Pero en los noventas la situación ha cambiado aún más. Ya no se trata de la psicodelia, sino de la “drogodelia” que se instaura en las discotecas y recrudece el individualismo, defendiendo al consumo por el consumo. La discoteca de los noventas es desarticulante, enajenante. Su modo de funcionamiento es la generación de un estado mental de “fuera de control personal”. La discoteca crea una situación en la que los sujetos están como aturdidos, poseídos “por un control externo”. De otro modo no serían capaces de soportar lo que allí sucede. Como ha observado Riccardo C. Gatti, aparece un aturdimiento y una alteración del estado mental en el que uno se siente aceptado por todos, sin relacionarse con nadie.
Este “estado de descontrol semionírico” cuenta para su consecución con cómplices situacionales (los cuatro jinetes del Apocalipsis): el local, la música, el ruido y las luces. Referiré apenas un poco de cada uno.
El local es una suerte de bunker cerrado y oscuro que delimita
radicalmente el “adentro” y el “afuera”. No son locales pensados para la intimidad individual ni de la pareja. El principio de construcción es la generación de una multitud. Una multitud que no piensa, solo reacciona, reproduce. Tiene un Dios y un profeta. La música y el “DJ” (Disc Jockey). La sobrecarga de CO2 por el encerramiento de la multitud, respirante
y transpirante, ayuda sobremanera a ese estado de indiferenciación sueño-vigilia, realidad-ilusión tan típico de los estados alterados de conciencia.
La música es la única parlante en la discoteca. Es una invasión de gran intensidad a nivel del cerebro como si lo estuvieran martillando. Casi inevitablemente aparece entonces, un mecanismo de defensa para hacer frente a esta agresión continua: “desconectar”,la persona va perdiendo en situación sus capacidades intelectivas y por tanto, disminuye sensiblemente el volumen y tipo de tareas a realizar. Ya Schopenhauer nos lo había adelantado: “La cantidad de ruido que uno puede soportar sin que le moleste, está en proporción inversa a su capacidad mental”.
Es la función de turn off (apagado) del sujeto. La música se mezcla además con el ruido. Sin ruido no hay discoteca. Digo “ruido” no casualmente: los especialistas ubican en los 65-70 decibeles el límite máximo que soporta el oído humano. Baste decir que en las discotecas puede producirse hasta 120 decibeles. Se refuerza la fórmula: al no poder aguantar tanta sonoridad, el organismo “desconecta” las neuronas produciéndose una suerte de enajenación transitoria. El ruido ensordece: ensordece la audición, ensordece la conciencia, ensordece el alma.
Las luces son especialmente protagónicas. En una discoteca hay casi siempre dos clases de luces. Por una parte las llamadas luces psicodélicas, intermitentes, de todo tipo de colores. “Esta iluminación –dice Chmiel– estimula la fantasía, la magia, la irrealidad”. Junto a estas, las luces estroboscópicas, que originan una alternancia de luz y de sombras. Dependiendo de la velocidad en la alternancia así será su efecto sobre las personas. El juego de las luces descompone movimiento
y figura humana, creando una sensación real de caos. “Las luces ayudan a crear imágenes fragmentadas: nadie ve a los danzarines con nitidez, sólo advierte sus ropas, sus gestos, sus figuras o sus movimientos. Se trata de una secuencia de flashes… las imágenes «pegan», son plenas y, en consecuencia, anulan el pensamiento”. La discoteca tiene que ser una situación en la que se nos precisa aturdidos, de otro modo no seríamos capaces de soportar lo que allí sucede, comenta Baigorri.
Obvio que sin el baile la discoteca no existe. Usualmente las capacidades para personas sentadas no llegan ni a la cuarta parte de la capacidad total del recinto. El baile es el modo en que las personas entran en el juego de la discoteca, es imprescindible bailar para decir que se está en la discoteca. Pero la inevitabilidad del baile no es promovida por una presión prosocial. El secreto está en la intersección de los elementos que hemos descrito antes con un protagonismo especial de la música. En la discoteca la música no se escucha, se siente. Presiona físicamente al cuerpo. Y esto tiene un valor especial en la emergencia del baile.
En condiciones en que los niveles superiores de conciencia son acallados por el ensordecedor componente alucinante que hemos descrito antes, un dispositivo físico primario se dispara. La acumulación de displacer producido por la situación encuentra su ruta de salida en una descarga física que por asociación asume el protagónico de placer: bailar. Esta descarga aumenta su potencial convulsivo en la medida en que el displacer aumenta, entiéndase en la medida en que la discoteca realiza su malsano juego, hasta hacer evidente explícita su esencia agresiva. La ininterrumpida sujeción a las estimulaciones productoras del displacer mantiene el comportamiento que supuestamente elimina esa tensión. Como en cualquier discoteca es la pista de baile donde arde la fiesta, donde cada uno baila sin pensar en el resto… existe una cercanía entre bailar hasta el amanecer y el uso de algún tipo de “ayuda extra”. Los incansables movimientos al bailar, las botellas de agua dan algunas pistas”. El sujeto expuesto a la sórdida imposición del discurso de la discoteca se torna individuo enajenado.
La droga es el discurso latente de la discoteca, su expresión natural de producción de enajenación. La discoteca es el santuario de la droga. Es cierto que se consume droga fuera de esta. Es cierto que el consumo de drogas es anterior a la explosión del fenómeno discoteca. Es cierto que no hay razón absoluta para decir que todos los que están en una discoteca consumen o están consumiendo droga. Pero el vínculo discoteca-droga goza de una compenetración sorprendente que no escapa a nadie.
Este lugar es un comunicador publicitario de la droga, la convoca,
la incita, la reproduce simbólicamente para promover su consumo. No es subliminalidad, es discurso evidente, dominante y omnipotente. La experiencia discoteca es similar en sus contornos a la experiencia consumo de droga. Justo su unidad es la producción de enajenación: la entrega del individuo a un modo de vida decadente, irresponsable, anestésico, en el que solo el existe y no por mucho tiempo.
Algunos piensan que la diversión, especialmente la nocturna y qué decir del baile, es como el placer: “Pensarlo es echarlo a perder”. Es difícil concordar con esta idea en estos tiempos. Tomemos como ejemplo
al sida: nada es más placer que el amor, que el sexo enamorado, y hoy necesitamos ser más que nunca “amantes preventivos”, pensar en la necesidad del uso del preservativo, ser más cuidadosos en la selección mutua de una pareja sexual, tener una actitud crítica ante la demanda y la aceptación de la propuesta sexual. El sida no tiene rostro, pero sí puede ser prevenido. La vida puede ser cualitativamente mejorada, puede ser prolongada, se puede multiplicar el placer de vivir y lo que se necesita para esto es pensar preventivamente. La prevención es la capacidad de situarnos en una posición crítica ante el consumo, en su sentido más general.
La diversión conducida desde el pensamiento es un modo de evaluar los caminos por los que hacer transitar el consumo de nocturnidad, un modo que pone en la distancia los modelos del simple ocio y decide en pro del verdadero placer, de la felicidad en consistencia con el saber
y los argumentos de vida. También la diversión pide un sujeto implicado con sus decisiones, que evalúa qué, dónde, con quién, para qué, antes de ejecutar el primer pasillo, antes de llegar al salón. Se resiste a ser una marioneta de las pretensiones de otros y a participar de un juego que le arrebatará su derecho a la opción. Sabe a dónde va y cómo regresará, sabe, al decir de Jean-Claude Carriere, “lo que no se ve, lo que no se oye, lo que no está”.
Pensar no para censurar, sino para seleccionar mejor y para definir los límites de nuestro acercamiento a un modelo de consumo del ocio, un modo de divertirnos. Como todo acto humano la diversión
es intencional, no porque contenga una intención abstracta sino porque es intención de un ser humano. Ahora antes de ir de fiesta, antes comenzar la diversión, antes de salir a bailar, piense un poco, ya tiene información. Decida a favor de la diversión inteligente.