Hace muchos años unas personas de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) me invitaron a impartir una conferencia en un taller de Comunicación y Promoción de Salud que ellos organizaban aquí en La Habana. Mi intervención incluyó algunos aspectos críticos sobre el sistema de salud en nuestro país, y sobre las formas de hacer educación y promoción para la salud. Una trasnochada señora, al terminar mi exposición, no tuvo nada más interesante que hacer que “rayarme” (el “rayado” es un informe, que se hace con el empeño de informar sobre alguna manifestación de inadecuado matiz político). Por supuesto, lo envió a varios ministros y directores de organismos. A quien no le mandó su tenebroso y mal intencionado papelujo, fue a mí. Con lo que su intención malsana y bajo proceder, quedaban al descubierto.
Entre las cuestiones que aludía la señora aviesa, en su versión, refería que yo había exclamado: “Cierren los micrófonos que voy a hablar mal del gobierno”. Qué cosa más absurda. Cuando se habla, cuando yo hablo, responsablemente con criticidad del gobierno, no quiero que se cierren los micrófonos. ¡Lo que quiero es que se abran! De lo contrario ¿cómo puede saber el gobierno en qué puede estarse equivocando?
Y creo que el primer interesado en que se abran los micrófonos y poder escuchar lo que se piensa y se dice de él, es el gobierno. Si no se oyen las voces de los que desde la constructividad, desde el compromiso, desde la participación, señalan posibles errores, los gobiernos están destinados a fracasar.
Luego la misiva, de torcida intención, se explayaba en una cantidad de interpretaciones que, en realidad, hablaban más de lo que pensaba y sentía la funesta traductora de mis ideas (traducía de un idioma que no conocía) que de mis propias ideas. Pobre señora, no sabía que no hablaba de mí, sino de ella misma.
Más allá de lo anecdótico (que ya debe ser historia, porque ¡tantas veces y con tantas personas ha sucedido!) debo decir, explicitando mi estilo de comunicación, que no se pueden confundir las patrañas del ocultamiento, con el ejercicio del plurisentido. Este es un acto de creatividad, y sin petulancias, un acto de inteligencia de quien lo produce para alguien, y de quien lo comprende y disfruta. El doble sentido no es un acto de hipocresía, ni de evasión de responsabilidades. Es un acto de construcción discursiva, de comunicación, en el que el protagonismo se complementa e intercambia entre comunicador y receptor (dicho a la manera de las tipologías conocidas). La comunicación, la buena comunicación, hace que desde un lugar particular se puedan extender comprensiones y analogías generales, trascendente de los contextos específicos. La oratoria es un saber hacer de múltiples recursos. Ninguno con el fin de ocultar, sino de enriquecer, de activar el pensamiento de los que se juntan en un acto de intercambio, de creación conjunta.
Como especialista en comunicación, recomiendo a las personas que siempre se preocupen por hacerse entender. Y un punto clave, no el único, en este empeño es ser siempre claro. “Lo que se aclara no mancha”. Debo confesar que en tantos años de trabajo en la televisión, algunas personas se me han acercado preocupadas por supuestas interpretaciones que se podían hacer de lo que yo decía. Y confirmando una vez más mi modo de proceder les decía: “Yo no me valgo de artilugios irresponsables para decir de manera difícil e incomprensible, hipócrita,
lo que se puede decir de manera clara, precisa, diáfana. Por el contrario, intento llamar las cosas por su nombre. De modo que no hay que interpretar lo que digo, sino reflexionar sobre el asunto”.
Eso sí, soy un psicólogo, soy un comunicador responsable, personal y profesionalmente. Eso, entre otros aspectos, supone que me debo a un saber científico desde el cual construyo mis propuestas. Julio Cortázar, con suprema claridad lo sentenció así: “Hay dos clases de libertades:
la falsa, mediante la cual se hace lo que se quiere, y la verdadera, con la cual se hace lo que se debe”. Yo intento siempre hacer lo que debo, que mi trabajo se construya desde lo que debo. Y el deber, por cierto, no se entienda como el total asentimiento de los cánones de un modelo social. El deber no es sumisión, no es acriticidad, no es ausencia de diferencia y contradicción. Muy por el contrario, lo que se debe siempre es asumir la actitud honesta, críticamente comprometida. Ser responsable es hacer lo que se debe y asumir las consecuencias.
Otro modo de obrar me haría cómplice de ese grupo de personas al que, decididamente, no quiero pertenecer. Aquellos de los que se dice que “no se ha escrito nada”: los cobardes.
Parto de una consideración fundamental, esencial: la cobardía es una enfermedad del alma. Es un antivalor. Es, más que el silencio, la disolución del “yo” sano. En ocasiones, se confunde al cobarde con el miedoso. Lo digo más esencialmente, se confunde la cobardía con el miedo. Y son dos cosas diferentes. El miedo es un sentimiento. Es de carácter irracional. Tiene que ver, en alguna medida, con peculiaridades biológicas de las personas, pero sobre todo con la educación, la forma en que se ha sido educado. El miedo es reactivo. Siempre aparece promovido por un estímulo (una situación, un suceso). Es un modo en que alguien, de manera irracional, reacciona ante una situación. De manera que es difícil responsabilizar a alguna persona de sus miedos. En todo caso, podemos responsabilizarlo de no controlar, de poner bajo control, sus miedos. Pero, como sentimientos, no podemos desacreditarlos. Quién no ha escuchado decir que los valientes no son los que no sienten miedo, sino los que se sobreponen a él y hacen lo que tienen que hacer.
La cobardía, sin embargo, es una actitud. Es un modo consciente y voluntario de obrar, de comportarse, de decidir qué hacer y sobre todo qué no hacer. No es menos cierto que en alguna ocasión uno puede comportarse como un cobarde, sobre todo, cuando la cobardía es movida o facilitada por el miedo. Es la menos nociva, y la única cobardía comprensible (que no aceptable). Pero una vez superado el temor, se despeja el camino, y dejamos atrás la actitud nociva. Si bien la dimensión propia del miedo es psicológica, la dimensión fundamental de la cobardía es social.
En alguna de las representaciones conceptuales, la cobardía es un vicio que con frecuencia se relaciona con la prudencia. Vaya prudencia. ¿Cómo puede ser cercano a la prudencia, algo que anula al sujeto, que anula los valores? En todo caso sería la degeneración misma de la prudencia. Pensar que la cobardía es un exceso de prudencia, es olvidarse que la prudencia es una virtud. Es capacidad de diferenciar lo correcto de lo incorrecto para obrar del mejor modo. La prudencia que convoca a la huida no es estrategia, es solo táctica. Es un paso para volver de nuevo con las armas adecuadas. Prudencia es obrar con adecuación para lograr el resultado necesario con el menor costo posible y hacernos cargo de los inconvenientes que se desprendan. La cobardía es huir por definición, para con la huida obtener una recompensa. La primera merece exaltación. La cobardía, desprecio.
Cobardes son las personas, y cobardes son los modos de actuar de esas personas. Por eso en la descripción de la cobardía están sus perfiles personológicos y sus modos de obrar. La cobardía es ajena a cualquier virtud. Ella es baja, oscura. El cobarde es siempre contenido, enquistado, encerrado. Oculta su rostro en el anonimato, en la ausencia, en el silencio. Es muy común encontrar en el cobarde un oportunista. Su cobardía la hace funcionar en pos de un beneficio personal, por lo general tan torcido como él mismo. Y, en caso de que sea necesario hacer algo, entonces él propiciará que otro lo haga, siempre otro, y él queda oculto, tras bambalinas esperando el momento para hacerse de lo suyo. El cobarde nunca es un hombre libre, porque no logra “decir lo que siente y piensa, y hacer lo que dice y quiere”. Es probablemente esto, lo que nos permite catalogarla de enfermedad del alma. Eso sí, el cobarde tiene una autovaloración blindada. No le entran ni las críticas, ni los llamados de atención, ni el rechazo que provoca. Nada. Él sigue siendo un cobarde.
La cobardía es como un acto de reproducción constante. Ella supone indefectiblemente la complicidad con aquello con lo que se manifiesta. De modo que al no favorecer el cambio, la crítica, la disensión, la cobardía favorece el reforzamiento, el mantenimiento de la situación. Y, como es de suponer, a la larga, la complicidad de la cobardía es destructiva incluso para lo que, o los que, complacientemente la aprueban, la consienten, la favorecen y hasta la premian. Por eso ella es un obstáculo a la virtud, al mejoramiento, al cambio.
Es cierto, como dice Silvio, que los amores cobardes no llegan a amores ni a historias se quedan ahí. No son verdaderos amores. Por eso de ellos no se escribe. Pero, con el permiso de la archiconocida sentencia, yo digo que de los cobardes sí se escribe. Se escriben ellos mismos, con su conducta reprochable. Se escriben y se ponen un cartel que dice: “Indeseables”.