No me cansaré de decir que las cartas han sido un aliado fundamental en mi trabajo de orientación en la televisión. Este libro es heredero de esa riqueza que durante veinte años muchas personas me han regalado. Las cartas han estado indirectamente presentes, motivando temas, reflexiones, sugerencias. Pero también entran de forma directa, en fragmentos leídos. Al leer estos fragmentos en el programa tengo la sensación y la intención de tener la voz del otro para poder conversar.
Es apenas una sensación pero me ayuda a comunicarme mejor.
Reeditando esa práctica traigo ahora unos fragmentos de carta, que en su momento las puse juntas en un archivo que dice “Confusiones”. Estoy seguro que estará de acuerdo conmigo en que fue una denominación correcta.
Dice la primera, que me llegó desde el centro del país:
Siempre pensé que estaban de acuerdo con mis decisiones… Yo les daba la libertad de decir lo que pensaban, de que expresaran sus opiniones.
Me gusta mantener mi condición de jefe, además yo tengo más experiencia que ellos. Pero al mismo tiempo doy siempre la oportunidad de participar. Pero nadie decía nada. Se quedaban calladitos. Hasta lo comenté con un amigo, y me dijo: «Bueno, de qué te quejas. No dicen que el que calla otorga». Yo estaba convencido de que el silencio de ellos era estar de acuerdo. Pero cuando llegaron los evaluadores y entrevistaron a la gente… acabaron conmigo. Las opiniones que dieron fueron aniquiladoras. ¿Eso no es hipocresía?
Lo primero que piensa este jefe es que el centro del problema está fuera de él, allá, en los otros, “ellos que son hipócritas”. Clásica manía de los seres humanos esta de mirar primero a lo que está “más allá”, lejos, distante. Hasta la historia del conocimiento humano testimonia el clásico estilo: primero se estudiaron las estrellas, bien alejadas del propio ser humano. Mucho, pero mucho después el propio ser humano fue objeto de estudio. Entonces, siguiendo la línea que pone el centro del problema “afuera”, nuestro jefe se (me) pregunta si eso no es hipocresía.
Y comienzo con una respuesta tajante: pues no es hipocresía.
El centro de mi análisis no estará en los otros, como causantes del problema. Hipocresía, por cierto, es fingir lo contrario a lo que verdaderamente se siente o se piensa. Lo que veo aquí con mucha claridad es una confusión. Una confusión bien común, hasta la sabiduría popular de alguna manera ha caído en sus redes. La expreso con una pregunta: ¿quién dijo que callar es asentir?
Callar no es, por decreto, estar de acuerdo. En sentido general, las razones del silencio son muy variadas. En escenarios como el que analizamos, insertos en una vinculación laboral, y tomando como protagonista la relación jefe-subordinado, podemos pensar en varias razones.
Y creo que la menos productiva es “el que calla otorga”, si callan es porque están de acuerdo conmigo. Sí, puede ser, seguramente, la más cómoda. Cuando los subordinados callan es muy común que ciertos tipos de jefes se sientan mejor que cuando hablan. No salen a verificar qué es lo que el silencio significa. Y al final siempre viene el encontronazo.
El silencio puede ser desinterés. Puede ser tan común que la voz de los subordinados sea silenciada, que se les oiga pero que no se les escuche, que formalmente se dé la libertad de decir lo que se piensa
(y esto es otro dato interesante), pero lo dicho no tendrá ningún valor en la toma de decisiones, todo esto puede ser tan común para un grupo de personas que al final el desinterés aflora y viene cargado en el silencio. Ese silencio puede estar gritando la desmotivación, la desidia, la falta de credibilidad.
También el silencio puede ser temor: temor a las consecuencias para el que habla, cuando lo que quiere decir no es lo que se quiere oír, cuando no coincide el pensamiento que sustenta el habla con el discurso dominante, el del jefe. Temor también de ser acusado de “conflictivo”, de “problemático” y mucho más. Nada que no conozcamos.
Entonces ¿por qué nos extraña el silencio? Lo que deberíamos pensar no es en el resultado de la “inspección” (de la evaluación, en el caso que nos refiere el fragmento de carta). Lo que nos debería preocupar es, ni más ni menos, el silencio, sus causas.
Ninguna razón es suficiente para callar. Callar nunca debería ser la opción. Pero ella es, existe. Y los que tienen determinadas responsabilidades, más que cualquier otra persona, deben ser los que den el primer paso para comprender el silencio, desarticular sus causas, y fomentar la expresión de lo que se cree, se piensa, se siente, se sabe.
Pero quiero hacer notar algo fundamental vinculándolo a otro fragmento de carta:
Somos un grupo de trabajo muy joven, en un centro de reciente creación. Las personas se sienten bien y trabajan a gusto… Siempre hemos tenido altos porcentajes de participación en nuestras reuniones. Tenemos un alto nivel de convocatoria. Casi todos los compañeros y compañeras asisten a nuestras reuniones. Sin embargo, cuando les pedimos a las personas que expresen sus opiniones, casi nadie participa.
Empiezo siendo coherente con el título que anima este escrito. ¿Cuál es aquí la posible confusión? Para mí está claro: una cosa es estar, y otra participar. Confundir esto nos puede llevar a representaciones muy inadecuadas de la realidad. Muchas veces decimos “todo el mundo vino a la reunión”. Qué bien. Eso habla de la asistencia. Eso habla de que por una u otra razón decidieron estar en la reunión. Pero es inadecuado decir que participaron. Participar es tomar parte, es comunicar, es expresarse, es compartir. Que las personas estén es necesario para que participen. Pero no son la misma cosa.
Ahora llamo la atención sobre otra diferencia muy interesante. Mire usted, este grupo, que obviamente tiene funciones de dirección dice: “Cuando pedimos a las personas que expresen sus opiniones […]”,
es decir convocan a la colaboración, a la expresión organizada. El jefe del primer fragmento se posiciona en otra dimensión: “Yo les daba la libertad de decir lo que pensaban”. Tamaña diferencia. Unos piden.
El otro da la libertad. ¿Quién le habrá dicho a ningún jefe que entre sus prerrogativas está la de dar la libertad de hablar? Hablar, expresarse, dar su punto de vista, es un derecho inalienable de toda persona.
No hay que dárselo. Le pertenece. Y a quien crea lo contrario, le recomiendo un tratamiento intensivo de democracia, con altas dosis de humildad y ética humanista.
La participación en una reunión, la participación real, activa, comprometida, depende de muchos factores. Incluso los organizativos. ¿Se está convocando a una hora en que las personas no tienen presiones externas para terminar rápido? –el transporte que se va, el almuerzo que se acaba, por ejemplo. ¿Los temas a tratar son de interés real para los participantes o solo para los organizadores? ¿La propia reunión se hace para cumplir una tarea o por qué realmente es necesario reunirse a debatir, a consensuar? ¿La información llegó a todos con tiempo o se enteraron ese mismo día y la reunión conspira con actividades que tenían planificadas? Por estos parajes hay mucha tela por donde cortar.
Pero quiero insistir en esto: una cosa es proponer e instrumentar una organización que favorezca el éxito de una reunión, que precisamente sea una condición favorable para que todos se expresen, y otra muy distinta es creerse o actuar como si se fuera el dueño y señor de la reunión. Tales representaciones conviven con el autoritarismo, la ausencia de diálogo, el ejercicio del poder.
Por último, la presencia de una confusión bastante común. En realidad debería presentar un fragmento de carta. Pero opto por la vivencia directa. Participé hace unos días en un trabajo de campo, en una comunidad. Mi tarea era observar una actividad que se organizaba por unos gestores comunitarios. Se van a realizar una serie de actividades en la comunidad, y los organizadores reunieron a las personas para informarles de las actividades que se realizarían, fechas, horarios, lugar… Al terminar nos reunimos con los organizadores y la pregunta que me hicieron fue: “¿Qué le pareció nuestro diálogo con la comunidad?”. “¿Diálogo? –dije–. “Diálogo no… información”.
Informar no es dialogar. El diálogo supone participación de igual
a igual. El diálogo nace en el ejercicio de la multidireccionalidad, de la diversidad. Para dialogar es necesario no solo decir, como en el acto de informar, sino escuchar. Pasar del rol de hablante al de escuchador,
y de aquí al de colaborador. Es cierto que la voz “diálogo” parece estar de moda. Pero solo teóricamente. En la práctica siguen predominando los monólogos. Y, como sabemos, dos monólogos no hacen un diálogo.
No nos equivoquemos, no nos confundamos. Llamemos las cosas por lo que son, y no por lo que quisiéramos que fueran, o lo que creemos que son. Usemos el nombre que corresponde, el concepto que las define. De errores primarios, solo nacen conclusiones equivocadas.
En lo fundamental, para lograr participación y diálogo, y desde allí construir certezas de asentimientos colectivos, necesitamos renunciar a la vocación verticalista, esa que nos hace funcionar de arriba para abajo, y asumir la horizontalidad. Lugares distintos en un mismo espacio y nivel. Distribución de funciones que no significan concentración de poder. Diversidad para la comunidad. Respeto a los derechos. Ejercitación de los deberes. Así, vale la pena.