Afrodita podría ser quien reclamara la patente. Identificada por los romanos como Venus, fue probablemente, la primera alquimista que se esmeró en la elaboración de afrodisíacos, es decir de las sustancias que excitan el apetito venéreo. Este término por cierto no tiene nada que ver con las venas, sino con el contenido de la producción sensual, con su primera productora, con la imagen arquetípica de la sensualidad, del amor, del placer erótico: Venus. Siendo así, el afrodisíaco originalmente no es otra cosa que el instrumento de Venus para lograr más afiliados a su hermosa y placentera conspiración.
Luego vinieron los descubridores de sustancias en la naturaleza que incitan los apetitos corporales del sexo. Las referencias se cuentan por decenas. La mandrágora fue usada como afrodisíaco en la antigüedad. A la raíz del ginseng, conocida en algunas de sus variantes como “raíz del hombre”, se le reconoce la emulsión de una sustancia estimulante que es considerada afrodisíaca. El almizcle, sustancia de olor fuerte y persistente, sintetizado por una glándula del macho del ciervo almizclero y que ha sido un componente importante de los perfumes a lo largo de la historia por su capacidad para retrasar la evaporación de las fragancias, en Asia es considerado un afrodisíaco. Qué coincidencia:
el perfume es para muchos un afrodisíaco por su efecto en la generación de aproximación erótica. Y es que el olor es el predominante incitador sexual en la mayor parte del mundo animal.
La imaginación popular ha sido también profusa en sugerencias: menta, ceniza de cigarrillos, pimienta, sustancias que casi nunca tienen un significado especialmente dañino para la salud. No faltan las contradicciones: hay quienes todavía creen que la bebida alcohólica es un perfecto aliado de las contiendas eróticas y libidinales. Pero hay cosas aún peores. Infelizmente, en un mundo en el que las drogas forman parte del día a día de millones de personas, sustancias como los inhalantes denominados poppers, nitrato de isoamilo, ganan para sí adeptos, peor aún, adictos, por un supuesto efecto afrodisíaco. Casi toda sustancia
estimulante es asumida irresponsablemente como afrodisíaco. El principio de selección es: “Todo lo que estimule, lo que desinhiba, lo que libere, lo que me saque de mí”. Se ha desligado el afrodisíaco de su sentido esencial, de su naturaleza “venérica”.
Siendo así, el afrodisíaco se torna un concepto errático. Si lo entendemos por la variante “sustancia que produce…”, tendríamos que preguntarnos: ¿cómo aceptar que el amor provocado por un “intermediario” puede ser amor plenamente sentido, placentero, auténtico?, ¿cómo pensar que una sustancia que acaba con la vida puede ser un aliado del amor?, ¿por qué tiene que ser provocado lo que esencialmente emerge por generación propia? Tal comprensión del afrodisíaco está animada por un déficit, por la idea de algo que falta y tiene que ser suplantado, lo que no pasa auténticamente y tiene que ser provocado de forma artificial.
La sexualidad humana no es placer por placer. La sexualidad humana es vínculo. El placer une una persona con otra. A cada persona con su historia. Pero el placer construido fuera del vínculo humano, al menos placer humano, propiamente dicho, no es. Muy discutibles son las representaciones que han ligado el placer con los excesos. ¿Qué placer puede serlo en ausencia de la conciencia de satisfacción, al margen de la capacidad no solo de sentirlo, sino de sentirlo conscientemente, con conocimiento? El supuesto placer en la irracionalidad, provocado desde fuera del deseo, no logra interacciones para la multiplicación y el disfrute extensivo. El seudoplacer de las llamadas sustancias afrodisíacas es unidireccional. Sacrifica la plenitud por un desorden que se sustenta apenas en algún déficit que lo antecede. Es el camino abierto a la adicción. La pérdida del sentido humano del goce. La moderación es una medida inequívoca del disfrute.
No debemos confundir “facilitación” con “incitación”. Prefiero la noción del afrodisíaco como la condición personal e interpersonal que nos hace ser más libres en el amor, más genuinos, que potencia nuestra capacidad de sentir humanamente y de compartir la capacidad de sentir profundamente. Afrodisíaco es la confianza mutua de la pareja, la atracción natural enriquecida por la cercanía emocional, la ternura, la capacidad de entrega, la relajación, la ausencia de temores, la comprensión, la tolerancia. Afrodisíaco es el estado de bienestar, la salud física y mental. Excitación venérea produce la deferencia, el detalle sensible, el saber que alguien está haciendo para uno lo que uno quiere hacer para ese alguien.
Súmense, obviamente, los atributos de atractivo que imantan a dos personas enlazándolos en un primer encuentro: la comunidad de intereses, los gustos compartidos, las mismas preferencias. No dejo fuera a las “condiciones”. Quién puede dudar del valor afrodisíaco de una linda noche, en compañía de gente agradable, con buena música de fondo, unos pasillos de bolero para justificar el abrazo erótico de los cuerpos entrelazados, luz baja, palabras al oído, frases de conquistador provocado, rostro de fortaleza inexpugnable sin cinturón de castidad. Eros admite invitaciones cuando las reconoce como provenientes de su imagen especular. Amor con amor se provoca.
Con 74 años de edad, una persona a quien conocí personalmente, tenía casi a diario relaciones sexuales íntimas con su esposa dos años menor que él. “A esta edad –me decía– no se hace el amor por compromiso. Se hace solo porque se desea”. ¿Cuál era su afrodisíaco?, ¿qué lo animaba a mantenerse como en sus años juveniles?, ¿cuál era su fórmula secreta? Me la confesó y me autorizó a divulgarla: “Hago ejercicios físicos tres veces por semana, me alimento con lo mínimo necesario, duermo ocho horas diarias, pero sobre todo, estoy enamorado de mi vieja. La amo desde que me despierto hasta que me duermo. Y para soñar con ella me acuesto pegadito a su cuerpo después de hacer el amor”.
No hay dudas, el mejor afrodisíaco es el amor.