Quiero olvidar, pero no puedo

Manuel Calviño

Una vez me hicieron este comentario, en medio de un teatro en el que había decenas de maestros de educación primaria. Quien me lo hizo, visiblemente consternada, albergaba la esperanza de que yo conociera una fórmula infalible para aplicar cada vez que alguien quiera olvidarse de algo o de alguien (aunque lo más común es que algo y alguien estén en el mismo paquete). Muchos colegas de profesión, con una razón contundente, dirían:

Hay personas que piensan o actúan como si los psicólogos y psicólogas fuéramos magos. Como si tuviéramos fórmulas secretas para deshacer o componer la vida de las personas. No somos nosotros quienes damos soluciones a los problemas de la gente. Son las mismas personas quienes tienen que hacerlo. Tienen que entrar en un proceso de análisis y comprensión de su vida, mirarla desde diferentes ópticas, cuestionarse cosas, incluso de las que ni sabemos por qué nos suceden. En fin, entrar en un proceso de profunda introspección crítica constructiva, con el ánimo de encontrar nuevas alternativas personales y asumirlas. Nosotros apenas los acompañamos en este proceso, con nuestro saber y saber hacer profesional, para que el logro de los propósitos sea más loable.

De manera que le dije: “Voy a tomar tu comentario como motivo de reflexión de un programa. Pero necesito que me envíes más información”. Al finalizar la intervención se me acercó y me contó que:

Yo me casé muy joven y enamorada hasta los tuétanos. Vivimos, con mi ex, años de felicidad y conquista. Salimos de la nada y construimos un mundo que nos llenaba a ambos. Él era un hombre perfecto: esposo, amante, compañero, amigo. Yo sí le puedo decir que conocí la felicidad… Pero después de veinte años de matrimonio, mi marido me traicionó con una muchachita del barrio –una chiquilla que lo único que tenía era un fondillo inmenso– fea, bruta, vaga, superficial… Lo boté de la casa. Me divorcié inmediatamente. Mis amigas vinieron luego a contarme que él había hecho esas cosas varias veces, y ellas no me lo habían dicho para no herirme. Mala hora en la que conocí a ese degenerado. ¿Cómo pude enamorarme de él? ¿Cómo mi inteligencia, que no es poca, no me dejó ver con claridad al tipejo que tenía a mi lado? Eso no me lo perdonaré nunca… Perdí veinte años, no logré hacer una familia, me quedé sola, y ahora estoy muy vieja para empezar de nuevo… Pero lo que me pasa hoy es que no puedo olvidarme de lo que ese tipo me hizo. Por más que lo intento no logro sacar esa cosa de mi cabeza. Y lo peor es que cuando me viene el recuerdo se me calienta la sangre y me pongo insoportable… ¡Menos mal que no tuvimos hijos!

Sí. Menos mal que no tuvieron hijos… porque estuvieran pagando ahora lo que hizo el padre. Seguramente que un pescozón no se los quitaba de arriba nadie. Cuidado alumnos de la maestra. No sea que un día… Claro que esto es una broma. Pero no sin sentido. ¿Cuántas veces no hacemos pagar a inocentes las culpas de otros sobre quien nuestro martillo (el martillo del desquite, de la venganza, del resentimiento, de la ira, del prejuicio, en fin, nada bueno que adjudicarle) no puede caer por una u otra razón? No hay que ser especialista para darse cuenta de procesos de este tipo, e incluso para intentar ponernos a salvo con un “¡No la cojas conmigo!”.

No dudo que muchos hayamos pasado por una situación similar, entendida así: algo sucede conmigo que me afecta, que me produce mucho malestar. Pasado el tiempo trato de sacar eso de mi vida, trato de olvidarlo, pero… no puedo. Y mientras más trato, menos lo logro. Los amigos nos dicen: “¡Desmaya eso! Échale tierra encima. No te sulfures”. “Cómo si fuera tan fácil”, pensamos.

Y ahora le toca al psicólogo, por profesión, vocación y responsabilidad laboral, hacer algo.

Llamo la atención sobre una posible incongruencia que tiene la invitación al olvido, desde el punto de vista psicológico. Algunas actividades involuntarias, sometidas al intento de ser controladas voluntariamente, aumentan su intensidad. Por ejemplo, el insomnio. Es tarde en la noche, y no podemos dormirnos. Estamos acostados en la cama e intentamos por todos los medios que el sueño nos venza. “Me tengo que dormir… mira qué hora es… mañana voy a estar muerto… me tengo que dormir”, y cerramos los ojos con fuerzas para llamar al sueño. En realidad, lo estamos alejando. El dormir es el resultado de una serie de procesos que se van dando en el organismo, de manera involuntaria. Si “los presionamos”, entonces no se producen. Si alguien está teniendo una dificultad situacional con el dormir, se le recomienda levantarse de la cama, sentarse en el sillón a leer, dejar que el sueño venga por sí mismo. ¿Y qué si el asunto es olvidar? Pues cuando nos empeñamos en olvidar: “Voy a olvidarme de él… no voy a pensar más en él… voy a sacarlo de mi cabeza…” probablemente, lo que estamos haciendo es lo contrario: estamos poniéndolo en la cabeza, pensando en él, al final intentando olvidarlo, lo estamos recordando.

Olvidar es un verbo lleno de preguntas: ¿por qué a veces no logramos olvidar lo que quisiéramos, y otras veces no conseguimos recordar lo que debiéramos? ¿Por qué hay personas que nunca olvidan los males que han hecho, y otras que no logran desprenderse de los males que otros les hicieron? ¿Por qué recordamos tantas cosas inútiles, vulgares, dolorosas, y no alcanzamos a recordar las que sí nos resultarían útiles, saludables y provechosas? ¿Será que por estar “gastando” memoria en necedades y resentimientos no nos queda espacio suficiente para lo sabio, noble y bello? ¿Puede educarse la memoria para que sea un aliado en nuestra búsqueda de la felicidad y no un impedimento? Podríamos abrir tantos capítulos que la tarea se nos hiciera casi inabarcable.
Las ciencias que de una u otra manera estudian la memoria humana, no tienen respuestas conclusivas para todas las preguntas que podríamos formular, desde nuestra dramaturgia cotidiana de vida.

Muchas investigaciones contemporáneas exploran el universo anatomofísico y fisiológico de nuestro organismo, el sistema nervioso especialmente, en busca de respuestas. Se aventuran hipótesis acerca de las implicaciones de los niveles biomoleculares, bioquímicos, enzimáticos y otros, que vaticinan no solo una mejor comprensión de los fenómenos mnémicos, sino también su encausamiento adecuado. A nivel comportamental los esfuerzos son también rigurosos y alentadores. Pero todavía hay un largo tramo que recorrer. Y, seguramente, no queremos (ni debemos) esperar a que todo esto esté bastante más avanzado, como para que nos ayude a olvidar. De manera que hay que optar por una alternativa más pegada a las posibilidades.

No lograr olvidar (y fíjese usted que ya he cambiado “no poder” y ahora digo “no lograr” con lo que quiero focalizar la idea de que se puede, pero por alguna razón no se logra), con frecuencia se traduce en dolor. Revivimos no solo imágenes, sino sobre todo, sensaciones que nos resultan dolorosas y, aunque sea por breves minutos, nos volvemos a colocar en el lugar de los hechos, y vuelven a surgir las mismas emociones.

Y aquí hay un hecho interesante: “Nos volvemos a colocar en el lugar de los hechos”. Efectivamente, es exactamente así. La memoria es primariamente un fenómeno asociativo. De manera que lo mismo que un día, pasados los años, volvemos a nuestro barrio natal y nos sorprendemos dejando salir recuerdos que hasta creíamos desaparecidos (espero que agradables), asimismo la aparición en memoria de una escena desagradable viene acompañada de los sentimientos que a esa escena se asociaron. A nivel objetivo, pues está claro que evitar los lugares a los que tenemos asociados emociones negativas nos defiende de volver a pasar por aquello. De hecho es algo que muchas veces podemos hacer. Pero otras veces no. ¿Y entonces? Claro, una cosa es no ir más a la casa del amigo que me traicionó, y otra es no ir más a mi casa porque allí me traicionó un amigo. La permuta no siempre es posible, ni tan siquiera aconsejable.

Y es que la memoria es lugar y vínculo. Nada que no sea una regularidad esencial en todos los fenómenos subjetivos. Subjetivo, entre otras cosas, quiere decir vinculado a un sujeto. Lo objetivo existe con independencia de mi vínculo personal: un reloj es ni más ni menos que un reloj, algo que me permite saber qué hora es…y que día, y que mes, y qué año, y cuál es la temperatura, y cuál es el teléfono de alguien,
y si seguimos así el reloj hasta me hará recordar cosas que quiero olvidar… pero no puedo. Claro ahora en ese caso el reloj, más allá de su existencia objetiva, tiene una existencia subjetiva: “Es mi reloj, el que me regaló alguien cuando nos amábamos, pero luego me hizo algo muy terrible y hoy… quiero olvidarla, pero no puedo. Y ahí está el maldito reloj para recordármelo. Y me lo quito, pero… necesito un reloj, y este es bueno, es preciso, me gusta… ¿Por qué me lo habrá regalado ella? Ella, la que me traicionó, la que quiero olvidar… pero no puedo”. Aquí, obviamente, hay no solo reloj, sino vínculo personal con el reloj. Y ese vínculo personal es la forma de existencia del sentido que damos a las cosas.

Olvidar es un verbo activo que requiere el ejercicio de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad. Cada persona puede hacerse dueña de sus recuerdos. Nadie está condenado a ser esclavo de su pasado. No se trata simplemente de borrar de un inventario, ni sacar de un almacén lo que ya no queremos conservar; es aprender a dar un sentido nuevo y provechoso tanto a aquello que nos ha hecho daño como a lo que nos ha hecho bien.

Entonces hay algo que ahora parece posible hacer: intentar modificar el vínculo. Reestructurar el sentido. Lo que probablemente avanzaríamos si cambiáramos el foco.
¿Cómo llamaría usted al sentimiento que embarga lo que la persona que se me acercó quiere olvidar, pero no lo logra? Yo le llamaría resentimiento. Y, expresa un vínculo con lo sucedido. Pues bien, por dónde podríamos avanzar. Les presento dos opciones, no son las únicas posibles, usando el material disponible (lo que me contó la persona).

La narración incluye dos momentos bien distintos. El primero: felicidad. El segundo: traición. El primero pletórico de buenos sentimientos, de cosas buenas. El segundo… sin comentarios. Y ahora me pregunto: ¿por qué esa insistencia en solo mirar al segundo y dejar fuera el primero? Amar y ser amado, ser feliz, sentirnos plenos en una relación, es algo que merece un vínculo mejor. No importa lo que haya sucedido después. Lo que así se vivió forma parte de un acervo espiritual del que no solo ella es propietaria, sino del que puede sentirse tremendamente dichosa. Es algo que nada ni nadie le podrá quitar. La relación con su pareja se acabó. Pero lo vivido durante veinte años, no tiene porque ser desechado. Digo más, es un sólido sustento sobre el que consolidar la experiencia y salir en búsqueda de dónde, cómo y con quien hacerla crecer. Pero ella se empeña en mirar la segunda parte, focalizarse en la traición, o en lo que ella creía que sucedería y no sucedió. De modo que si nos concentráramos en lo que sí, lo que no pasaría no a un olvido, sino a un plano de irrelevancia donde podría alguna que otra vez causar una pequeña molestia, pero no dolor del que no nos deja seguir adelante.

Eduquemos nuestro pensamiento. No lo dejemos divagar estérilmente. Sobre todo, no permitamos que en nuestra mente entre un recuerdo negativo y nos detengamos a revolcarnos en él, a empantanarnos. Para que el olvido y el recuerdo sean nuestros aliados y no sus enemigos aduéñese de ellos, no a la manera en que algunos quieren construir falsos recuerdos y falsas memorias carentes de lo esencial y repletas de imágenes superfluas construidas con pretensiones malsanas. El mejor modo de olvidar es recordar sanamente, recordar como experiencia, recordar como el supremo acto de reconocer nuestra vida con sus más y sus menos.

Y aquí, quiero mencionar, una segunda puerta al análisis. Su empeño en quejarse de lo que no sucedió. Algo que reinstituye una y otra vez a su dolor. ¿Pero qué fue lo que no sucedió? Ella misma dice: “No logré hacer una familia, me quedé sola, y ahora estoy vieja”. Bien. Lo que no sucedió, no sucedió. Pero tampoco ha sucedido. “No sucedió” pertenece al pasado, a lo que se proyecta con alguien y no se logra. Pero “no ha sucedido” pertenece al presente, a lo que no se ha hecho, pero puede hacerse. Desde aquí me preguntó: ¿con qué se siente insatisfecha, con lo que no sucedió o con lo que no ha hecho suceder? ¿Es la memoria, el recuerdo, quien la hace sentirse mal, o es que ella justifica con el pasado su situación presente que es verdaderamente lo que la hace sentirse mal?

Vericuetos de la mente humana. No son pocas las ocasiones en nuestra vida en las que nos molesta el presente, pero culpamos al pasado. Y no nos damos cuenta de que el presente sí se puede remediar. El pasado es como la verdad: Nunca es triste… lo que no tiene es remedio (dice Serrat). Cuál es la verdad del pasado es lo de menos. Lo demás, es la verdad del presente. Y esa, si la afrontamos con decisión, sabiduría, y asimilando la experiencia histórica de nuestra vida, la podemos construir con más felicidad.

Seguramente si nuestra “analizada”, hubiese afrontado con proactividad su situación, si en lugar de haberse cuestionado su valía (¿Cómo pude enamorarme de él? ¿Cómo mi inteligencia, que no es poca, no me dejó ver con claridad al tipejo que tenía a mi lado? Eso no me lo perdonaré nunca), se hubiera empeñado en retomar el curso de sus proyectos personales –fundar una familia, tener hijos, un compañero–
no me hubiera hablado de lo que quiere olvidar y no puede, sino de lo que ha construido y sigue construyendo. Al final, usted estará de acuerdo conmigo, en que el divorcio es un mal necesario, sobre el que podemos construir un bien imprescindible.