¿Y eso qué cosa es?

Manuel Calviño

La Psicología, mi “ciencia matriz”, ha revelado con notoria precisión una etapa de la vida en la que todos intentamos adueñarnos cognoscitivamente del mundo. Los padres y las madres la reconocen como un “arrebato intelectual” que impulsa a los niños a querer saberlo todo. Su síntoma es una pregunta reiterada en toda situación, ante cada cosa y que tiene el discreto encanto de “sacar de quicio” a los más experimentados progenitores: “¿por qué?”. ¿Por qué en Cuba no hay dinosaurios? ¿A dónde va el sol cuando se hace de noche? ¿Por qué hay que morirse? ¿Por qué en el agua no vive gente? ¿Cómo camina el reloj? Estas son algunas de las que he escuchado. Usted podría agregar a esta “breve introducción” un sinnúmero de preguntas que los pequeños le han lanzado así sin más, con la simplicidad y la ingenuidad de la curiosidad. En realidad esta etapa comienza bien temprano en la vida solo que con otro tipo de preguntas. Las preguntas cambian según la edad. Al año y medio, aproximadamente, la más reiterada es, “¿qué es esto?”.
A manera de un juego preguntan para conocer lo que les rodea, aprender nuevas palabras. Luego, sobre los tres años llega propiamente el ¿por qué? Y todo este preguntar, todo este despliegue de la curiosidad, tiene como fin algo fundamental: aprender. Aprender es el real motivo de este rosario de preguntas.

Al mismo tiempo que aprenden, en este proceso de indagación sucede algo esencial. Los pequeños preguntan a sus padres porque creen que papá y mamá lo saben todo, que tienen respuestas para todas sus preguntas. Y en el encuentro entre su necesidad de saber y la reacción de los adultos, el cómo el adulto participa de este “Escriba y lea” infantil, se van estableciendo vínculos afectivos entre los miembros de la familia. La llamada “etapa del por qué” no solo tiene un significado cognoscitivo, sino también afectivo, emocional.

Pero lo que quiero poner en su foco de atención es una “reedición involutiva”, algo así como un “remake no logrado” del preguntar infantil que, además cambia de protagonista. Si en un inicio era el pequeño quién preguntaba, ahora algo más de diez años después, los que preguntan son los padres, bueno algunos padres y madres. Y la pregunta que una y otra vez lanzan sobre sus hijos adolescentes es: “¿y eso qué cosa es?”.

Cambian los contenidos, cambian las referencias, pero la pregunta sigue siendo la misma: refiriéndose al pelo largo (en los sesentas) ¿y eso qué cosa es?, a la cabeza afeitada (en los noventas) ¿y eso qué cosa es?; al twist (en los sesentas) ¿y eso qué cosa es?, al regguetón (en los dos mil) ¿y eso qué cosa es?; a los pantalones “tubo” apretados, después a “los campana”, luego a los “extratalla”, ¿y eso qué cosa es? Una y otra vez concentrándose en los modos de expresión de los adolescentes, en su modo de vestir, de hablar, de bailar.

Digo que es una “reedición involutiva”, es decir para peor, por razones fundamentales. En primer lugar, los niños preguntan para aprender, para saber lo que no saben. Los adultos preguntan lo que saben y no aprueban. Para los pequeños el fin es cognoscitivo. Para los grandes es cuando menos recriminatorio. En segundo lugar, los niños al preguntar conceden autoridad a sus padres porque creen que estos lo saben todo, de manera que su imagen valorativa de los progenitores es positiva. Los adultos que hacen suya la pregunta de qué cosa es, probablemente sin percibirlo, devalúan la opción personal del adolescente. En la pregunta del niño hay respeto. En la del adulto, el límite del respeto está al punto de la trasgresión y la pretensión de romperlo se sustenta en el poder. En tercer lugar, el acompañante emocional de la pregunta infantil es positivo. Las emociones que suenan por detrás de la pregunta del adulto son de hostilidad y aversión.

La circulación de afecto en el “pregunteo infantil” promueve una energía emocional positiva. De alguna manera el niño no solo espera una respuesta, sino un modo de dársela, modo que está presidido por el cariño, el amor, el buen trato. Sin embargo, en el cuestionamiento del adulto a los modos adolescentes hay una carga emocional negativa, de rechazo. Prueba de esto es que el fin más común del “interrogatorio” es una escena de conflicto, de discusión polarizada, cargada de emociones y verbalizaciones negativas.

Los adolescentes no son solo un proyecto de adulto. Por obvio que parezca lo digo así: son adolescentes –un modo de existencia de lo humano. Un modo propio, específico, que necesita realizarse como tal. Ellos necesitan construir sus espacios propios y sus estilos propios. Y construir algo propio, en esa época de la vida, es hacer algo no tanto común cuanto diferente. Los espacios y los modos de expresión de los adolescentes responden a sus necesidades evolutivas y a sus condiciones de época.

¿Quiere esto decir que dejemos “solos” a nuestros adolescentes? No. El asunto es otro. No se trata de “no estar”, sino de “saber estar” junto al adolescente. Para nadie es un secreto que el “target de malsanidad” de muchas propuestas comerciales de consumo a ultranza son precisamente los adolescentes. A ellos se dirigen las grandes campañas promotoras del consumo de cigarrillos, de alcohol y hasta de estupefacientes. El alerta de los adultos y su estar junto al adolescente son fundamentales para evitar la propagación de comportamientos insanos. Es cierto también que en algunos de los modos expresivos de nuestros hijos podemos encontrar razonables motivos de preocupación. Una cosa puede ser un arete, prenda inocua. Y otra un tatuaje o un “piercing” que puede poner en condición de riesgo la salud del joven. Pero hasta la más evidente razón se puede perder por un mal modo de tramitarla. Por eso no basta con la razón, sobre todo si no es una razón compartida.
Una mejor variante es retomar a nueva medida el estilo de aquella indagación infantil: preguntar a los adolescentes desde la transparente necesidad de saber, de aprender, aprender de ellos, de sus gustos, de su vida, de cómo piensan y sienten. Acercarnos al conocimiento compartiendo autoridad, sin intenciones impositivas ni recriminatorias. Poner por delante los buenos sentimientos y dejar que estos guíen la ruta a seguir. Al fin y al cabo todos pasamos por allí y algún motivo de preo-cupación dejamos a nuestros padres y madre. Si usted lo duda, tome
en cuenta la propuesta de Serrat: Póngase usted un vestido viejo y, de reojo, en el espejo, haga marcha atrás… Quizás se sorprenda a usted mismo preguntándose “¿y eso qué cosa es?” y desde su historia entonces comprenderá que es mejor tratar de entender “¿por qué?”.