Vivir la infancia infantilmente

Manuel Calviño

La prolongación de la vida es uno de los beneficios más preciados del desarrollo del conocimiento humano, del desarrollo de la ciencia y la técnica. Y no solo que la vida se hace más larga, sino que puede ser disfrutada con más calidad. Esto abre, como necesaria, la discusión acerca del significado vital de cada etapa de nuestra vida, sus mejores opciones, sus capacidades de despliegue, y también de los cuidados y esmeros necesarios. Y estos no son solamente del orden de lo biológico, sino también y con mucho, del orden de lo psicológico.

Seguramente estemos de acuerdo en que si bien todo momento de la vida necesita de esos cuidados especiales, hay al menos dos que se llevan la mayor parte de los esmeros. Son los dos “extremos” del desarrollo vital: la llamada tercera edad, y obviamente la primera edad. Cada una de ellas necesita de un comprensión clave de lo que significa vivir a plenitud cada etapa de la vida. Precisamente porque la prolongación de la vida tiene que ver con el aumento sustancial de la esperanza de vida en la prolongación de los años de existencia, un suceso inédito en la historia de la humanidad, hoy hay un énfasis en el descubrir las peculiaridades y posibilidades de este momento de la existencia. Pero esto no debe hacernos olvidar ese inicio de la existencia, esos primeros pasos que tanto marcan el destino ulterior de la vida de una persona: la infancia.

No hay quien pueda quedarse insensible ante la terrible realidad que tienen muchos niños hoy en el mundo “[…] el más reciente informe de la Organización Internacional del Trabajo da a conocer que doscientos dieciocho millones de niños y niñas en el mundo, entre 5 y 17 años, hacen trabajos que deberían eliminarse y están expuestos a las peores formas de explotación”. UNICEF considera que cerca de dos millones de menores de edad se prostituyen por todo el mundo.

Las características biológicas y psicológicas evolutivas de los infantes son contradichas, obviadas, llevadas a funcionar en un nivel de peligrosidad, de incompetencia, de incapacidad, como producto de un proceso anticipado, excesivamente temprano, de inserción vital en el sistema de relaciones laborales. Cosa que además, los excluye de lo que por derecho les corresponde como niños y niñas. Se trata de infantes convertidos en adultos antes de tiempo. Niños exigidos como adultos antes de tiempo. Una etapa de la vida que se violenta, con consecuencias nocivas.

¿Pero –salvando las enormes diferencias– es solamente la explotación del trabajo infantil lo que amenaza hoy con destruir la infancia, con suplantarla por “mini dosis de adultos”? ¿No tiene usted la impresión de que los infantes hoy hacen cosas, consumen cosas, viven rodeados de cosas que los hacen vivir como a destiempo, como rompiendo los elementales principios de una cierta ley de la gravitación evolutiva? ¿Qué tal si le digo que muchas de nuestras prácticas sociales, familiares, comunitarias están cerrando la posibilidad de que los niños y las niñas vivan la infancia infantilmente?

No hablo ahora con la factología, con los abrumadores y definitivos datos con que solemos hablar cuando hacemos ciencia. Mi propósito no es demostrar una verdad, sino llamar la atención sobre algo que necesita una mirada crítica, cuestionadora, preventiva. Desde hace algunos años se viene produciendo una suerte de “desplazamiento sociopsicológico” de las edades, un adelantamiento social de los comportamientos esperados, deseados y enseñados a los niños. Un fenómeno que ocurre desde los adultos, desde la familia, desde la escuela, desde la sociedad en su conjunto. Adelantamiento, me atrevo a decir, respecto, incluso, a las condiciones y posibilidades psicológicas y biológicas propias de cada edad.

Intuyo que este adelantamiento es favorecido por un conjunto de
situaciones y prácticas sociales que intentaré al menos señalar. En primer lugar, llamo la atención sobre la supuesta necesidad del desarrollo prematuro de “la responsabilidad”. Desde ya, digo que mal entendida. No como responsabilidad infantil, sino como responsabilidad adulta a pequeña escala. Modelos adultos de organización se reproducen casi análogamente en escenarios escolares, reuniones en las que se escenifican de manera bastante formal las ideas, las consignas, los problemas del mundo adulto. Solo que aquí de forma despersonalizada. Sin posibilidad real de ser asimilados. Y coherentemente, los modelos de exigencia resultan impropios para la cohorte etaria.

Junto a esto, llamo la atención también sobre la aparición y desarrollo de un modelo de “competitividad”, que hace sus marcas, y amenaza con extenderse con más fuerza. A veces queda oculto tras el velo de la justicia: “Qué los mejores, los más esforzados, sean los que reciban lo mejor”. Se segmentan los pases a los niveles ulteriores de estudio en base a los promedios académicos, y aunque en menor medida, a otras variables sociopolíticas. Se desconocen las diferencias de sexo en los esquemas de maduración biológica y psicológica, las diferencias
en los modelos comportamentales de asignación social de género. Enseñando a que el esfuerzo se premia, se enseña que hay que ser mejor que el otro para poder lograr lo que se quiere, avanzar a mejores posiciones.

En adición, las fuerzas del mercado, importadas para el caso de nuestro país, han convertido a los infantes en “clientes” produciendo prendas, aditamentos, vestuarios, entre otros, (im)propios de los adultos, en tallas infantiles. Los pequeños y las pequeñas son empujados a actuar y vestir como miniadultos. Aparecen en lugares públicos como muñecos disfrazados, disfrazados de “Fla”: ropa traída de los almacenes pacotilleros de La Florida, o de cualquier otro lugar. No importa cómo les quede, no importa que parezcan caricaturas, “tremenda pinta”. “Cuando los vestimos y tratamos como adultos, el mensaje para los chicos es claro: crece lo más rápido posible –dice Morpurgo, escritor de libros infantiles. Estamos desvalorizando tanto a la niñez que pronto vamos a encontrarnos con una sociedad donde valores como la inocencia y la creatividad no van a tener más cabida”.

El paroxismo total se produce por la puesta en manos de los infantes –vía digital, electrónica, DVD, memorias flash promiscuas, ventas callejeras, por ejemplo– de audiovisuales de todo tipo con contenidos que hasta hace poco se habrían considerado inaceptables, incluso, para jóvenes. Se ofertan “modelos de moda”, marcados por una hipersexualización, una erótica libidinal desmesurada, casi perversa, un individualismo a ultranza, y un ensalzar el éxito asociado a lo superfluo, a lo carente de alma, a lo banal. Los niños y las niñas cantan noooooo, no, noo tú no eres loca; tú eres una bandolera y te metieron el DITÚ completo por la boca. Hay quienes dicen, incluso con sonrisa maliciosa y cómplice: “Los niños están acabando”. No es exacta la expresión. Lo correcto es decir “estamos acabando con los niños”.

Todo esto lanza a los locos bajitos –como hermosamente les canta Serrat– a una “falsa adultez prematura”. Un fenómeno más cercano a la tradición de Dorian Grey que a la de Benjamin Button. Ojalá me equivoque. Es apenas mi percepción, probablemente multiplicada en el decir para promover alertas inmediatas.

Recordemos con este llamado de alerta que la educación no es solo lo que hacemos con los más pequeños en la escuela, en la casa, en los escenarios públicos de su vida. Es también lo que se les permite hacer, lo que se les induce desde los medios y prácticas de consumo. Lo que compartimos con ellos desde nuestra condición de adultos obviando que ellos no lo son. Dar matices lúdicos, como si fuera en juegos, a ciertos comportamientos no los exime de una influencia negativa. Probablemente la multiplica. Creer que “es un chiste” hablar de asuntos adultos con los niños, si es que lo fuera, seguro que es un chiste de muy mal gusto. Los comportamientos a destiempo que permitimos, o que supuestamente infantilizamos con un tono de humor, son una fisura peligrosa en el sano desarrollo de los infantes.

Es importante saber que esos desfasajes conductuales están en la causología de muchas dificultades sociales y familiares. Sirvan como testimonio el embarazo precoz, que con cifras abrumadoramente altas supone riesgos a la salud física, a la estabilidad emocional, al desarrollo psicosocial, incluso a la funcionalidad de la sociedad. Otro tanto sucede con los consumos de sustancias nocivas –alcohol, cigarrillos, drogas. El aumento de la violencia infantil es evidente en las instituciones escolares, en los barrios. Al final no hay cómo no preguntarse, como
Benavente, si no será que “[…] estamos condenando a nuestros propios hijos –y por tanto a nuestra sociedad del futuro– a nuestras mismas enfermedades, carencias y errores”.

Vivir a destiempo no es una buena opción. Mucho menos cuando se trata de la infancia. Y peor aún si son otros quienes dictaminan, favorecen o inducen esa decisión. Cada etapa de la vida tiene sus particularidades –es decir sus exigencias, sus sueños, sus ilusiones, sus “sí” y sus “no”. Y hay que vivirlas de modo tal que favorezcan el desarrollo armónico, la consecución de los sentidos existenciales, de las capacidades personales y colectivas para lograr el bienestar y la felicidad de todos. Si hoy hablamos y defendemos el derecho y la posibilidad de una “vejez” más plena, no podemos olvidar que la infancia hay que vivirla infantilmente.