Drácula ni se imaginaba que catapultaría a los vampiros al estrellato total en el universo audiovisual de las películas y seriales que hoy se venden, con licencia por cierto, en todas las calles de La Habana. Creo que nos hemos convertido en uno de los pocos países del mundo que tiene una licencia que te permite comprar y vender discos pirateados. En fin, ya veremos qué sucede. Pero de lo que no cabe duda es que esas figuras casi míticas que se alimentan de sangre humana, circulan por nuestras pantallas con frecuencia nada despreciable.
¿Cuáles son algunas de las características fundamentales de los chupa sangre? Hago mi contribución: son insaciables; poseen grandes colmillos que son sus instrumentos para lograr sus profundas mordidas; pueden infectar a otros al morderlos y convertirlos a su vez en vampiros; son capaces de transformarse y desaparecer de un lado y aparecer en otro; poseen una especial capacidad para seducir, pues son mentalmente ágiles en lo que a promover el mal se refiere; no poseen alma, por eso no se reflejan en los espejos; y son ponzoñosos.
Pero qué tal si le digo que no hay que ir a Transilvania, ni a Hungría, ni a Moravia, para encontrarse con gente ponzoñosa, malsana, sin alma que vive de “chupar” la sangre de los demás. Más que del murciélago, su origen tiene que ver con los parásitos. Son vampiros de ciudad. Y no son, precisamente, los que Juan Padrón nos trajo luchando contra la injusticia y por el “Vampisol”. Usted estará de acuerdo, y si no espero convencerlo, que hay otros vampiros en La Habana.
No tengo la más mínima duda que se ha tropezado alguna vez con uno de estos “vampiros” (que por cierto no existen solo en La Habana). No es precisamente de “sangre” de lo que se alimentan, sino del trabajo ajeno y para esto se aprovechan de las necesidades, de la escasez, del deseo… en fin de “la situación”. Los mercados, las aceras de las tiendas, los comercios en general, son sus lugares preferidos. Pero los hay con “servicio a domicilio”.
La ley de “la oferta y la demanda” es su fuerte, tanto que su gran juego es la especulación… no la reflexión filosófica profunda, meditativa, teorética, sino la que supone más y más beneficio personal, lucro multiplicado que se erige sobre el abuso. No se trata de gente honrada que con su esfuerzo y trabajo produce bienes y entra en el mercado del intercambio. Estos existen, y son respetuosos y respetables. Los otros, los “chupócteros”, siguen una regla invariable: yo gano a toda costa (mejor decir a todo costo, y siempre subiendo el costo). Y la forma concreta de ganar a toda costa(o) se llama precio.
Sus modos de operar van desde la más refinada educación hasta el más descarnado cinismo. “Mire, –le escuché decir a uno– si usted quiere dé la vuelta por toda La Habana y verá que solo aquí tiene lo que busca y con la calidad que usted se merece. Está caro, pero es que a mí también me cuesta mucho ponerlo en sus manos”. Como si dijera: “Permiso, para chuparle la sangre de manera argumentada”. Otro, cuando me quejé por el precio de un mango (¡40 pesos! Le pregunté si la semilla era de oro) me respondió: “Si le gusta bien, y si no también. Alguien me lo va a comprar”. ¿Acaso sabe él el esfuerzo que tiene que hacer un trabajador para ganarse esa cantidad de dinero?
Por si fuera poco el intento de saquear al otro, súmese a este la ponzoña: el sarcasmo, la broma siempre destinada a poner su veneno. Y, en algunos casos, tienen receptividad. “¿Qué yo vendo muy caro? ¡Caro vende el Estado y seguro que usted no se queja!”. Error por partida doble. El Estado vende caro, es cierto. Estoy pensando en las tiendas del mercado de frontera, y algunas de productos liberados (cuando abrió un enorme almacén que otrora fuera el Ten cent de Galiano, en esos momentos bajo la propiedad de Trasval, le comenté a su administrador, que “en el mercado de frontera hay tres precios: caro, muy caro y Trasval”).
Pero al menos, si no como consuelo, como opción comprensiva, me digo que la apropiación del beneficio por el Estado se colectiviza, va a parar a la subvención de otros servicios, incluso productos. Por el contrario, el beneficio del vampiro va para su bolsillo y le permite seguir vampireando. Además, yo sí me quejo de los altos precios que impone el Estado por medio de sus empresas. Para ser exacto, no es una queja. Expongo mi opinión, mis criterios, con seriedad, mesura y madurez. Porque sé que solo así podrá mejorar la situación.
No conformes con su actividad vampiresca, los discípulos del Conde promueven el vampirismo. Justifican su modo de proceder, “así es la vida, y el que no se ponga pa’esto desaparece”. De esa forma estimulan el vampirismo en las personas que están a su alrededor. “Si a mí me hacen esto, lo lógico es que yo se lo haga a alguien”. ¿De qué lógica se está hablando? Ellos son un mal innecesario. No nos dejemos engañar. No se necesitan vampiros para resolver muchos de los problemas que tenemos. Muy por el contrario. Los vampiros nos alejan de las soluciones reales. No puede nacer bienestar donde se produce y promueve el abuso,
el irrespeto, la falta de sensibilidad.
Estos vampiros del esfuerzo y el trabajo ajeno, son insaciables. No les basta con buenas ganancias, sino con todas las ganancias. Ser siempre los que ganan, los únicos que ganan. De modo que además del precio aplican métodos para obtener más beneficios: cometen fraude en el pesaje, te rellenan la compra con productos de mala calidad, te revenden productos liberados que ellos mismos agotan. En fin, “es que te sacan el quilo”, como dicen muchos cuando se tropiezan con esos mercaderes productores sobre todo de malestar.
Aprovechadores, es quizás la expresión que más delata la esencia de los vampiros. Aprovechadores de circunstancias, de dificultades, de problemas, de necesidades.
Para muchos, el vampirismo es el resultado de los tiempos que vivimos. Pero yo aseguro que es mucho más que un mal de época. ¿Cuántas personas en las mismas situaciones difíciles somos incapaces de aprovecharnos de las dificultades del otro para enriquecer el bolsillo? Somos la mayoría. Entonces está claro que el vampirismo es una opción personal, mala, malsana. Una opción que testimonia, sobre todo, una enfermedad del alma, una enfermedad ética. Y cuando es el alma, es lo espiritual, es la ética la enferma, no se puede esperar menos que eso –atropello, insensibilidad, falta de solidaridad, inescrupulosidad.
¿Habrá algún antídoto? ¿Cuál será la ristra de ajo que los aleje?
Necesitamos una precisión. En algunos de los lugares donde estos vampiros tienen su “banco de sangre”, existen otras personas que no son vampiros, que comulgan con la idea de que el trabajo es la fuente de riqueza (y no la explotación del otro), y que brindan servicios o productos similares a los vampirizados. De manera que lo primero es diferenciar quién es un vampiro y quién no. Con estos últimos, por cierto, no está de más una labor de prevención para evitar que sean “convertidos”.
Una vez definido dónde está, quién es el vampiro, entonces hay que ponerlo al descubierto. Sí. Hay que buscarse un problema. De tanto no buscarnos problemas, nosotros mismos nos estamos llenando de problemas. Así que descubrirlos, ponerlos en evidencia, no es realmente buscarse un problema, es quitarse un problema. No hay porqué apenarse por verificar un pesaje, por reclamar por un precio excesivo, por hacer pública una “vampirada”. Esto no nos hace menos educados,
por el contrario, más educados. Más educados en una actitud ciudadana, solidaria, responsable. Porque si el vampiro muerde a un incauto, a un ingenuo, tenemos que evitar que sea porque de alguna manera nosotros no le advertimos.
Está claro que el vampiro campea por la situación existente. Por lo que su extinción definitiva vendrá cuando la situación sea transformada. Cuando su “oferta” no sea casi la única, ni la de mejor relación calidad-precio, ni la oferta del deseo de aquel producto que no existe en otros lugares. En ese camino es en el que se ha de avanzar. Pero por lo pronto podemos hacer que su colmillada se minimice. Que no se sienta impune ni inmune. Qué sepa que llegará el día de su definitiva desaparición.