Predecir el futuro ha sido siempre una de las grandes ilusiones humanas. La predicción es empeño de científicos y de charlatanes, de rigurosos buscadores de la verdad y de mercenarios mercaderes de ilusiones. Grandes predicciones contienen las obras de reconocidos pensadores como Darwin, Freud, Marx y otros. Muchos de los sueños científicos de ayer, hoy son realidades cotidianas que favorecen la más plena realización y felicidad de las personas. Pero no poco significativas han resultado otras predicciones envueltas en una nebulosa de misterio o divinidad. Desde el profeta Jonás, los sueños de Josué hasta las elucubraciones de Nostradamus (Michel de Nostredame), el Barón de Novaye, y más allá, pronosticadores como Bubar, DeLouise, el Dr. N. Vaughan, Helena Blavatsky, que engrosan una lista nada despreciable de asomados al “qué vendrá”, al “qué sucederá”. Mientras a los primeros (los científicos) le concedemos la facultad de predecir, una facultad educada, instruida y formada, los otros son portadores de un “don” y les llamamos “profetas”.
La profecía se asocia a un don sobrenatural, bien sea asignado por los dioses o por el azaroso devenir del destino. Poseedores de este don, ciertos individuos, supuestamente, tienen la facultad de traer al presente por medio de “visiones” la ocurrencia del futuro. Precisamente, una de las cosas que más nos llama la atención de la profecía, eso que nos produce la conocida “fascinación por el horror”, es su asociación a un don sobrenatural, raro, que solo algunos, muy pocos, casi nadie, posee. Pero ¿es acaso lo raro, lo atípico lo fundamental de la profetización, el carácter sobrenatural de las capacidades asociadas a su realización?
Hace algunos años viví por un tiempo en el gigantesco edificio de la Universidad “Lomonosov” en Moscú. Allí conocí personalmente a un niño afgano de nueve años de edad. El pequeño también vivía allí junto a su progenitor. ¿Qué hacía aquel niño en la Universidad?, ¿acompañaba a su padre? No. El pequeño estaba terminando sus estudios en la Facultad de Físico-Matemática. Un pequeño genio. Su madre era analfabeta. Su padre, especialista creo que del área de las ciencias sociales, se dio cuenta un buen día de que con apenas dos años su hijo había aprendido a sumar y a restar, y por sí mismo dedujo qué era y cómo se calculaba una multiplicación y una división. A nosotros los adultos, aprender el idioma ruso nos costó años, y aún lo aprendimos mal. A los pocos días de estar en Moscú, el pequeño superdotado hablaba perfectamente el idioma de los zares. La hermana del pequeño con solo cinco años terminaba los exámenes de la enseñanza media superior. Otra pequeña se movía en la cuna de la humilde casa y su madre con total naturalidad contaba las “hazañas intelectuales” de la que aún no tenía dos años.
Dones especiales. Dones sobrenaturales. Si por “natural” estamos entendiendo lo típico, lo más común, lo que usualmente se da, entonces no hay duda de que existen los dones sobrenaturales, o para ser menos hiriente, dones excepcionales. Y la excepcionalidad no tiene por qué preocuparnos, molestarnos, ni producirnos miedo. Se trata de capacidades excepcionales, sí, pero también naturales. Sus portadores son tan naturales como cualquiera de los que pertenecemos a la tipicidad. Son dones que existen en el presente, que siguen realizándose actualmente. Y es mi esperanza que así como nos acostumbramos al don de la belleza, que tampoco tiene una explicación absolutamente precisa, veamos con naturalidad, que no significa sin asombro, los dones de las capacidades especiales. Estos son dones actuales, verificables en el comportamiento, dones en la acción misma, en la vida concreta y real de las personas.
Sin embargo, la profecía es un don de verificación potencial. La cosa profetizada, se realiza solo en el cumplimiento de la predicción. En ocasiones hay que vivir creyendo en ella, pues su verificación es ubicada en un más allá de la vida promedio del ser humano. Entonces, muchas veces no es más que una realidad subjetiva que no soporta la verificación, que no resiste la mínima exigencia de la ciencia racional contemporánea.
Pero, hay otro asunto fundamental: el cumplimiento de las profecías. Pensemos en los intérpretes de sueños del mundo antiguo. Tomemos a Josué de referente. Freud escribió a fines de siglo pasado, La interpretación de los sueños. Tras él, muchos especialistas “psi” hemos dominado e incluso diversificado las técnicas de interpretación de los sueños. Pero ninguno, ni el mismo Freud podría equiparar su trabajo con los sueños, con lo que se dice realizaba Josué. Precisamente, porque la interpretación de los sueños de este último tenían un sentido profético, el contenido de los sueños era premonitorio, en ellos se decía lo que ocurriría. Freud, por el contrario pensaba que “[…] si en tal caso surge la impresión de que una premonición onírica ha llegado a cumplirse, ello solo significa la reactivación de su recuerdo de aquella escena en la cual se había anhelado […]”. La profecía es premonición. Por tanto, su sentencia no es del tiempo en que ocurre, sino del futuro y por cierto de un futuro lejano.
Pero, al margen de esta interesante y para muchos, apasionante discusión, cabría preguntarse: ¿hay alguna profecía que pueda ser librada de esta sobrenaturalidad? Atención, mucho cuidado, porque todos somos profetas.
En la psicología se utiliza la denominación de “profecía” para llamar la atención sobre un hecho sin duda interesante, pero distante del sentido anteriormente señalado del término. Llamamos la atención sobre un cierto circuito que hace que la expectativa (predicción) de que algo ocurra, se convierte en un instigador de su realización. Bleichmar nos dice: “La creencia o premisa que actúa como punto de partida organiza, moldea, transforma los datos de modo que pasen a ser miembros de su clase”. ¿Qué le parece? Sin dones sobrenaturales, todos somos profetas.
Los padres dicen de su hijo pequeño, más revoltoso e hiperquinético que los anteriores: “Este va a ser un desastre”. ¿Qué pasa? Lo esperado se convierte en modo de ver. Cualquier elemental fracaso del niño será valorado como índice confirmatorio parcial de la predicción: “No te estoy diciendo que este va a ser un desastre”. Incluso el éxito será devaluado para acercarlo al fracaso: “Sí…, ahora parece que está mejor, pero verás que eso no le dura mucho… él va a ser un desastre”. Siendo entonces que no hay modo: se cumple la profecía, el niño aprenderá que lo que se espera de él es ser un desastre y no defraudará a sus padres. Es así que lo “profetizado” encuentra los hechos como confirmatorios. Más aún “convence” a los espectadores de su veracidad. Y al fin y al cabo crea un patrón autovalorativo para aquel sobre el que recae la profecía.
“Tú verás que no me irá nada bien”, mal comienzo profético para una acción. “Me va a decir que no”, ya no los estamos diciendo nosotros mismos. “Esto no tiene futuro”, “para que empeñarme si sé que no va salir”, “nadie quiere a un tipo como yo”. Todas son profecías que sin percibirlo nos inducen a su cumplimiento. Entonces, créame, es mejor empezar con una buena expectativa, levantarnos con el pie derecho, amanecer convencidos de que lo mejor está por verse y nos espera en algún lugar cercano, ser profetas del bienestar y la felicidad.