En cierta ocasión se reunieron todos los dioses y decidieron crear al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza. Uno de ellos dijo: «Si los hacemos a nuestra imagen y semejanza, van a tener un cuerpo igual al nuestro, fuerza e inteligencia como la nuestra. Debemos diferenciarlos de nosotros o estaremos creando nuevos dioses». Decidieron entonces quitarles algo. Pero, ¿qué quitar? Después de mucho pensar, un dios dijo: «Vamos a quitarles la felicidad… Pero tenemos que esconderla muy bien para que no la encuentren jamás».
Alguien señaló: «Vamos a esconderla en la cima del monte más alto del mundo». Pero otro repuso: «No servirá. Recuerda que les dimos fuerza. Alguna vez podrán subir y encontrarla, y si la encuentra uno, ya todos sabrán dónde está». Acto seguido, otro propuso: «La esconderemos en el fondo del mar». Pero tampoco fue aceptado. Les habían dado la curiosidad. Alguna vez querrían saber cómo es el mundo subacuático, bajarían y la felicidad sería encontrada. Pensando en grande otro dios dijo: «¿Qué tal si la escondemos en un planeta lejano de la Tierra?». Pero le dijeron: «No, recuerda que les dimos inteligencia, y un día construirán una nave en la que podrán viajar a todos los planetas y la van a descubrir. Todos tendrán felicidad y serán iguales a nosotros».
El último de ellos, un dios que había analizado en silencio cada una de las propuestas, rompió el silencio: «Creo saber dónde ponerla para que realmente nunca la encuentren».Todos se voltearon asombrados y preguntaron al unísono: «¿Dónde?». El dios respondió: «La esconderemos dentro de ellos mismos. Estarán tan ocupados buscándola fuera, que nunca la encontrarán».
¿Es posible ser feliz? ¿Es la felicidad un mito o una realidad?
No me adentraré en reflexiones que nos lleven al aparatoso mundo de los conceptos abstractos. La felicidad, nadie lo dude, es uno de los deseos más reiterados y recurrentes en la historia de la humanidad. Escritores, poetas y cantores; pensadores, científicos y políticos, desde los más remotos tiempos, han edificado la primacía de la felicidad como esencia del buen vivir, como sentido mismo de la vida. Mezcla de intelecto y afecto, unidad de cognición, condición y emoción, fusión de futuro y presente, la felicidad no necesita mucho sustento teórico porque, al decir de Camilo José Cela, es una de esas verdades que se siente con el cuerpo y por eso casi nadie duda de ella. Parafraseando a Schopenhauer, pudiéramos decir que la felicidad no lo es todo, pero sin ella todo lo demás es nada.
Algunos trasnochados, no obstante, han asociado la posibilidad de ser feliz con la ignorancia, suponiendo que es más feliz el más ignorante (paradoja: en ese caso serían ellos mismos muy felices). “La felicidad consiste en la ignorancia de la verdad”, sentencia Giacomo Leopardi.
“La felicidad –dice Carlo Bini– consiste casi siempre en saber engañarse”, algo así como un engaño construido para entretenerse con el futuro, mientras se consume el presente. Nada más lejos de la realidad.
Para nuestra dicha, en esta historia, la inevitable e inequívoca relación felicidad-conocimiento, queda monumentalizada en la célebre sentencia martiana: “Ser cultos es el único modo de ser libres”. También en su Enciclopedia, Diderot afirmaba que el conocimiento está construido por el hombre, y en él debe basarse el ser humano para obtener la felicidad. Eduard Von Hartmann, en su momento, asoció la evolución del intelecto con el conocimiento de las ilusiones para conseguir la felicidad y concibió la salvación del individuo en términos referidos al triunfo de la razón. El Monarca de Bután, tierra del dragón de fuego, ubicada al este del Himalaya y en corte limítrofe con regiones del Tíbet y la India,
ha declarado que el objetivo de su gobierno no es maximizar el Producto Nacional Bruto, sino la Felicidad Nacional Bruta. Su reino será el “Reino de la Felicidad Interior Bruta”.
Ser feliz es, sobre todo, sentirse realizado como ser humano en las múltiples misiones de la vida. Sentir profundamente el placer del servicio auténtico a la existencia humana dentro de los ámbitos cercanos que la representan (la familia, los amigos, por ejemplo), en la cotidianidad de los actos de la simplicidad trascendente y en el amplio universo de relaciones sociales que la pueblan (la nación, el país y, por qué no, el mundo).
Ser feliz es tender una mano al otro y aceptar la suya sin menoscabo sabiendo lo que se hace y sintiendo el placer de hacerlo. Saber sentir. Sentir lo que se sabe. Hacer desde el saber y el sentir. Es encontrarse a uno mismo en el placer de ser quien se es, de que los nuestros son lo que son y se es quien se es para ellos. Es tropezar y volver a andar. Enmudecer por un momento, pero querer hablar siempre.
Ser feliz es algo tan grande y tan pequeño como la alegría de sentirse vivo. La felicidad nace en el ansia de vivir plenamente y obtener de la vida bienestar, sentir el deseo de vivir y saber cómo llevarlo a su destino.
“Ser feliz –dice José Ignacio Laita de la Rica– es no dejar de crecer. Conocer las propias posibilidades y ponerlas en funcionamiento. Ser feliz significa sacar de sí mismo lo mejor que uno tiene”. Se es feliz en vida, viviendo. Sintiéndose feliz. Teniendo las capacidades humanas necesarias para ser feliz. Salud y felicidad van de la mano. No basta con no estar enfermos, no basta con ser sanos y educados. Queremos ser felices. Muy acertadamente, la National Association for Mental Health (New York, Columbus Circle) dice que salud mental es la capacidad de una persona para sentirse bien consigo misma, respecto a los demás, y ser capaz de enfrentar por sí misma las exigencias de la vida. Y si incluimos en estas últimas nuestras propias exigencias, no hay que olvidar que el ser humano es esencialmente intencional, entonces podemos decir que salud mental es la capacidad de una persona para ser feliz construyendo su felicidad. No en balde García Márquez dice que “no hay medicina que cure lo que no cura la felicidad” (Del amor y otros demonios).
Hace relativamente poco tiempo Carol Rothwell, psicóloga anglosajona, propuso hasta una fórmula de la felicidad que se expresa con una simple ecuación. La felicidad de cada persona es igual a P + (5 x E) + (3 x H). La P se refiere a ciertas “características personales” –la visión de la vida, la elasticidad y la adaptación. La E identifica a las necesidades esenciales– la salud, el dinero, los amigos. Y la H denota las necesidades de orden superior –el sentido del humor, la ambición y la autoestima.
Pero más allá de fórmulas y recetas que no rebasan el límite de lo elemental, el gran reto de la felicidad es que no hay modo de arribar a ella sino encontrándola en nosotros mismos. Lograr un modo autónomo e interdependiente de vivir, fomentar la capacidad para el enfrentamiento responsable y productivo de nuestros proyectos de vida y de las exigencias del entorno, robustecer nuestra participación comprometida y responsable. Nace así la capacidad real de sentir, de disfrutar, de vivir con placer y bienestar. Favorecer el arribo a la felicidad es desandar el camino que nos lleva a encontrarnos con nosotros mismos, nuestro proyecto de vida, el sentido real de nuestra existencia. Usted puede ser feliz. Todos podemos serlo. Pero hay que intentarlo: andar es el único modo de llegar.