Los edificios con escaleras exteriores tienen un gran inconveniente,
bueno varios. Hay personas, y no son pocas, que confunden “exterior” con “público”; “público” con “de todo el mundo”, de todo el mundo con que cada una de las partes, de “todo el mundo”, puede “hacer lo que quiera”… porque es público; es decir, de todo el mundo. De modo que una escalera exterior, percibida como pública, sirve para que el público la use como un baño público, es decir como urinario; como banco de parque público en el que se puede hablar en voz alta en cualquier horario de la mañana, la tarde, la noche o la madrugada; como peluquería pública para perros, para pelarlos, peinarlos, secarlos, y todavía muchas cosas más, que para nada deberían ser públicas, y que no sé si debiera decirlas aquí.
Se lo digo yo que vivo junto a la escalera externa de mi edificio.
Hablo con conocimiento de causas. Un vecino, buen amigo, un día me dijo con tono de psicoterapeuta: “Relájate y mírale el lado bueno”. No se lo encontré. Pero debo admitir que algún partido le he sacado a la desgracia (hasta tanto pueda resolverla): de vez en cuando, solo de vez en cuando, participo sin ser visto en las “tertulias” de los que allí discurren.
Una noche de viernes, después de haberse cerrado “La séptima puerta” escuché a dos jóvenes que discutían. Uno de ellos criticaba al otro, que obviamente estaba bien pasado de tragos y le decía: “Compadre, tienes que quitarte del alcohol, está acabando contigo… mira no pudiste ni partirle el brazo a la jebita por la nota que has cogido, y cada vez que salimos es lo mismo”. A lo que el otro, con vibrato etílico, respondió: “Y tú de qué hablas si tú te suenas tremendos pitos de marihuana… A ver, ¿qué es peor la curda o la yerba?”.
Aquella conversación ameritaba tener un fondo musical. Podía ser aquel tango de Enrique Santos Discépolo: El siglo xx es un despliegue de maldad insolente… todo es igual, nada es mejor. Lo mismo un burro que un gran profesor. Da lo mismo que seas cura, colchonero, Rey de bastos, cara dura o polizón… Se ha mezclado la vida… El que no llora no mama y el que no roba es un gil… dale no más, dale que va… es lo mismo el que labura noche y día como un buey, que el que vive de las minas, que el que roba que el que mata o está fuera de la ley.
La pregunta era todo un síntoma: ¿qué es peor? Y ahora le pregunto yo: ¿qué piensa usted?
Hice esta pregunta unos días después a un grupo de estudiantes, y se armó una algarabía que transitaba desde los rincones profundos de la ciencia, hasta los vericuetos únicos de la experiencia personal. Unas frases eran: “Está demostrado que…”; otra, “Yo conozco a uno que…” Saber y experiencia al servicio de la argumentación de un punto de vista. Al fin un estudiante dijo: “En un contexto real, podemos hablar de nuestro país, de acuerdo con los datos estadísticos disponibles, resulta que el alcohol mata más gente, afecta a más familias, genera más cantidad de problemas de salud, y hasta impacta negativamente sobre la economía, mucho más que las drogas”.
El defensor de tal postura advertía que “esto no quiere decir que las drogas no sean peligrosas, sino que el peligro del alcohol es mayor”. “Además –puso otro la suya– la cultura del alcoholismo en el país está bastante extendida. Y lo peor es que la sociedad convive plácidamente con el alcohol. Al que se pasa de tragos se le disculpa, se le sonríe, y luego se utilizan mil pretextos sociales que al final justifican el problema”. Entonces, la conclusión parecía evidente: es peor el alcohol, que la droga.
“¡No!, eso es inaceptable”, saltó uno de los participantes en el debate. “De alguna manera estamos diciendo: es preferible consumir marihuana que alcohol”. Desarrolló su idea argumentando con los efectos negativos del consumo del cannabis, y más aún con una definición muy clara de uno de los peores efectos que tiene la marihuana, toda vez que se ha convertido en una “droga trampolín”: algunas estadísticas indican que de cada diez consumidores de droga dura, siete comenzaron con la marihuana. El daño que el consumo de drogas hace al organismo es abismalmente superior. “Sin contar que la droga sostiene un mundo sórdido, que la comercializa, y cada año aporta cifras de muertos en ascenso exponencial”. Entonces, la conclusión parecía evidente: es peor la droga, que el alcohol.
A esa altura de la discusión les pregunté a los participantes: “¿Qué es peor morir en un accidente de tránsito por ir a exceso de velocidad, o por no respetar la señal de Pare?” Silencio productivo, de esos que evidencian que la gente está pensando. La respuesta estaba clara:
las dos son peores. La pregunta es cómplice, más aún la causante,
de una respuesta, cualquiera que esta sea, que parece perder su significación absurda en la distinción “malo-más malo”.
Entre lo “malo y lo malo” parece que la única posibilidad que nos queda es la aceptación tácita de que “algo malo hay que hacer”, una suerte de resignación complaciente que justificaría cualquier opción que hagamos. “Sigue tú con veneno, que yo me quedo con el mío”, fue la conclusión de los jóvenes tertuliantes de la escalera de mi edificio.
En el asunto del consumo de sustancias nocivas al organismo no debemos aceptar nunca respuestas complacientes. Nada que tenga que ver con: “Es solo para probar, por una vez que lo haga no me va a pasar nada”; “La marihuana es una planta medicinal, lo que pasa es que la gente tiene prejuicios”; “Bueno, es que algún vicio hay que tener… ¿o no?”: pues no. Definitivamente no. Hay que producir negativas contundentes ante el hecho de que la complacencia con la que hoy se habla del consumo de ciertas sustancias, y en ciertos grupos de personas,
es preocupante y peligrosa. Y el primer paso de la complacencia se revela en frases del tipo: “Hay, cosas peores”. “¿Qué es peor, que se fume una yerba en una fiestecita, o qué esté consumiendo droga dura en las discotecas?”. Mal planteamiento. Tramposo. Cómplice. Complaciente.
Ahí está la malsanidad del preguntarse ¿qué es peor?
No soy ajeno a las polémicas contemporáneas sobre la legalización de las drogas. Me parece aberrante. Más de lo mismo. ¿Es acabar con el violento mundo del tráfico de la droga, o con el consumo de la droga? –¿qué es peor? No se puede acabar con el consumo, promoviendo una forma controlada, con condiciones higiénicas, vaya “buena” (según dicen los partidarios de esta opción) de consumo.
Consumo con consumo se elimina. Me parece una fórmula torpe.
No soy ajeno a las políticas de marketing de las empresas tabacaleras con la producción de los cigarros “bajos en nicotina”, “cero nicotina”. Pero no se confunda nadie. Son eso acciones de venta. No de promoción de salud. Más de lo mismo: ¿fumar cigarrillos bajos en nicotina, o fumar cigarrillos con altas dosis de nicotina? ¿Qué es peor?
Claro que podemos salir del mundo de las adicciones, que tantos percances y desgracias de todo tipo traen consigo, y ubicarnos en aquellas situaciones en que todo parece decirnos que tenemos que seleccionar entre lo que no, y lo que no: ¿qué es peor soportar a un jefe inepto, mal educado y autocrático, o trasladarme a otro centro de trabajo que no me gusta, con otro jefe? ¿Qué es peor quedarme sin carrera o entrar en una carrera que no me gusta ni me interesa? ¿Qué es peor divorciarnos y que los niños sufran, o mantener un falso matrimonio toda la vida? La lista puede ser interminable. Y siempre lo mismo: la ilusión de alternativas.
Entre malo y peor no hay verdaderas alternativas, solo alternativas ilusorias. Porque la alternativa supone opción. Y en la dilemática malo-peor, no hay otra opción que malo. Una “elección” que se hace desde una disposición emocional negativa, o que supone asumir lo negativo como opción, nunca es una buena opción. De modo que hay que cambiar la mirada, cambiar la pregunta. Si cambiamos lo que nos preguntamos, cambiamos el carácter de nuestra decisión y salimos de la trampa
de la negatividad.
Entonces es claro, no hay que preguntarse por lo menos malo, sino por lo mejor. En lugar de preguntarse ¿qué es peor?, pregúntese ¿qué es mejor? E incluso allí, donde usted sienta, donde le parezca que su dilema tiene como única solución “de lo malo lo menos malo posible”, intente salir del círculo cerrado, y mire afuera, mire hacia lo mejor, a lo que va a traer bienestar. Prepárese para la buena decisión, no para la imposición. Que la desgracia sea un evento fortuito, pero nunca una opción. Que el malestar sea el resultado inevitable de contingencias de la vida sobre las que no tenemos control, pero nunca la alternativa que preferimos.