No pienses sin mañana cuando estés pensando hoy

Manuel Calviño

Recibí una carta en la que me recordaban una canción infantil. Y esto es muy interesante. Que una persona adulta refiera una canción infantil, probablemente da fe de aquella sentencia de Ortega y Gasset, quien afirmaba: “El hombre mejor no es nunca el que fue menos niño, sino al revés: el que al pisar los treinta años encuentra acumulado en su corazón el más espléndido tesoro de la infancia”. Las canciones infantiles, cuando son buenas, cuando llevan ese afán educativo del buen artista, son un tesoro que los adultos deberíamos conservar. La carta decía así:

Tenía un buen trabajo, y en lo que siempre me ha gustado, la cocina…
Era además un trabajo con algunos beneficios extras, por encima del salario que, si lo comparo con otros, tampoco era bajo… pero la cosa se fue poniendo mala, todo eso fue disminuyendo y disminuyendo hasta que llegó un momento en que sentía que no me daba la cuenta: haciendo el mismo esfuerzo, haciendo la misma cantidad de trabajo, ya no obtenía lo mismo que antes. Así que sin pensarlo dos veces pedí la baja… Encontré acomodo aquí en Cárdenas, en un negocio por cuenta propia, como un paladar, y con mi experiencia me ubiqué rápido… Pero las cosas como son. Los dueños se metieron en candela, y ahora estoy como el perrito chino: sin botas de charol y sin dinero.

Para los que no conocen la canción (yo se la cantaba a mis hijos):

Cuando salí de La Habana, de nadie me despedí
Solo de un perrito chino, que venía tras de mí
Como el perrito era chino, un señor me lo compró
Por un poco de dinero y unas bostas de charol
Las botas se me rompieron. El dinero se acabó
¡Ay! perrito de mi vida. ¡Ay! perrito de mi amor.

Y que bien que pensemos en algo tan básico como analizar nuestras decisiones dentro de, al menos, dos parámetros fundamentales del tiempo: presente y futuro. Porque, quizás no tomamos conciencia de eso, las decisiones siempre se toman en “hoy”, pero sus implicaciones son en “hoy” y en “mañana”. Y no es que el ayer no influya. Casi siempre el ayer es el espacio de la causa, del motivo por el que nos vemos movilizados a tomar la decisión.

Muchas personas, asistiéndoles la razón, dicen: “Yo fui llevado a tomar una decisión”. Dígase, las cosas fueron sucediendo de un modo tal, o sucedió algo, que me vi obligado a tomar una decisión. En el caso que nos ocupa, la decisión viene instigada desde una percepción de empeoramiento o pérdida progresiva de cierta condición de vida, de ciertas ventajas asociadas al trabajo.

Seguramente no son pocas las personas que hoy podrían decir que perciben una desmejora en su condición de vida. Es un fenómeno mundial. Y nosotros, en nuestra “isla refugio” no somos una excepción.
“Yo ganaba 225 pesos –le decía un amigo a su hijo– y me alcanzaba hasta para darme lujos. Claro con cinco pesos me comía un bocadito y me tomaba una cerveza en el Habana Libre”. Yo también. Pero lo cierto es que la situación hoy es otra. Y muchos sienten que han ido perdiendo condiciones favorables. Como psicólogo, uso los términos “percibir”, “sentir” no para desacreditar la veracidad objetiva del hecho, sino para destacar que es un hecho que, como todos, pasa por la subjetividad, por la individualidad, por el modo en cada uno lo asume. La percepción y los sentimientos no por ser subjetivos dejan de ser contundentemente objetivos, reales.

Entonces hablamos de tomar una decisión desde la sensación de empeoramiento. Y esto es peligroso. Usted lo sabe. Toda decisión que se toma en condiciones emocionales muy negativas, y lo mismo en condiciones muy positivas, deben ser especialmente puestas bajo observación. Si usted tiene mucha hambre y come algo en el comedor (en extinción) de su centro, le puede saber a gloria. Y si usted se hace una imagen del comedor por ese día, por ese suceso, usted dirá: “¡Qué bien se come en el comedor!”. Y tomará la decisión de comer allí siempre.
No es que no sea posible que el comedor esté bien. Solo digo que el resultado de su análisis situacional, y por tanto la decisión por usted tomada, pueden estar muy permeados por la condición.

En cambio si su suegra pasa tres meses en su casa de vacaciones. Ella es una excelente cocinera alquimista, de esas que como la mamá de Frank Delgado, es más bárbara que Harry Potter, porque “hace magia tres veces al día pa’ formar una alquimia con tres ingredientes… pa’ que yo mueva los dientes”. Durante todo ese tiempo, ella le ha dado de comer con mucho cariño, cariño de suegra buena (que cuando son, son lo mejor de lo mejor). Entonces usted regresa 90 días después al comedor de su centro y dice: “¿Qué ha pasado aquí? ¿Por qué esto se ha puesto tan malo?… ¡Qué va, aquí no vengo a comer más nunca!”. En ambos casos, la decisión ha sido tomada solo considerando el momento. “¿Y qué pasará con su alimentación sin suegra y sin comedor?

La necesidad de tomar decisiones en ciertas circunstancias de nuestras vidas en las que nos vemos, especialmente en momentos como el que narra la persona de nuestro ejemplo, comporta ciertos riesgos.
Especialmente aquel que se alerta en aquella idea de “pan para hoy, hambre para mañana”. Desde esa condición de “peor” tomamos una decisión que de manera inmediata produce la percepción de “mejora”, ¿pero es verdaderamente una mejora? ¿Una mejora a costa de qué? ¿Qué supuestamente ganamos, y qué perdemos? ¿Y mañana, cuando el tiempo pase y “el agua vuelva a su nivel” o sencillamente “la escobita ya no sea nueva” será que la mejora lo es, o es peor? Dejo claro que no estoy recomendando no hacerlo. Estoy diciendo: antes de hacerlo pensarlo, y pensar mirando en el presente y en el futuro.

El análisis solo desde el pasado nos lleva a una conclusión conocida, “todo tiempo pasado fue mejor”. Claro, en el pasado. Pero le pongo otra coletilla, algo que se escucha con bastante frecuencia: “Era mejor que ahora, y nosotros con todo y eso nos quejábamos… si yo llego a saber lo que venía”. No me diga que no. Es así. Pero estamos dejando fuera del análisis que el tiempo ha pasado, que las condiciones no son las mismas. Y esa coletilla nos indica que entonces, en el pasado, probablemente tampoco percibíamos que estaba bien. Pero no pensamos en el futuro, en el mañana.

Murphy, tan cínico y fatalista como siempre, dice: “Nada es tan malo como para que no pueda empeorar”. Y de alguna manera invita a la inmovilización, y por ende a la queja. Yo prefiero decir: “Nada es tan bueno, como para que no pueda ponerse malo: ¡cuídalo!”. Para que entendamos que solo podremos mantener lo que tenemos si lo cuidamos. Y por eso es imprescindible pensar en mañana.

Y a la hora de mirar a mañana, digo que hay que pensar desde lo esencial, y no desde la superficie. Mañana las situaciones pueden convocar a una desmejora. Pero si mantenemos y cuidamos las esencias, entonces volverán a germinar las cosas mejores. Con las esencias hay que mantenerse “en las verdes y en las maduras”. En los momentos buenos, en los menos buenos y en los malos. Para cuidarlas, rescatarlas y hacerlas resurgir.

Lo bueno que queda entre lo menos bueno, puede ser reinstituido.
Lo bueno que perdemos, ya difícilmente se pueda recuperar. Si va a abandonar camino, para tomar vereda, primero gane la certeza de que de la nueva vereda usted hará un nuevo camino. Porque de lo contrario puede ser que se quede hasta sin poder andar.

Acercándome al final insisto en un mensaje para que lo valore y siga el curso de un buen consejo: no piense sin mañana cuando esté pensando hoy. La vida tiene pasado, presente y futuro. Y el futuro está a la vuelta de la esquina. A veces, sobre todo cuando el presente es muy difícil, el futuro como que parece alejarse, que tenemos que dejarnos llevar por “lo que hay” y olvidarnos de lo que podría o no haber después. Entonces tomamos decisiones sin pensar en mañana. Y mañana la vida nos pasa la cuenta. Entonces, no se deje engatusar por “un poco de dinero” o por “botas de charol” hoy para, y al final, perder lo más preciado, lo esencial. Cuide y preserve su perrito chino: su trabajo, su familia,
su casa, su arraigo, su cultura, sus sueños, sus valores.

Y para cuidar al niño o niña que llevamos dentro, le recuerdo un fragmento de una hermosa canción infantil de Teresita Fernández, con quien tanto hemos cantado, y con su canto aprendido.

A las cosas que son feas,
ponles un poco de color,
y verás que la tristeza
va cambiando de color.