Para garantizar entre otras cosas, la sana convivencia entre las personas, la preservación de los derechos, incluso para lograr una buena organización social, se establecen ciertas prohibiciones en los diferentes ámbitos de la vida social. Cuando en un sistema reglamentar, un reglamento, se señala una prohibición se intenta con esto evitar irrupciones de malsanidad, desorganización, efectos indeseables, entre otros.
Por ejemplo, en la Ley 60 del Código del Tránsito se define que la presencia de una señal circular, con fondo blanco y orla roja atravesada por una barra roja supone la prohibición de lo simbolizado en el espacio en blanco. Si es una “corneta”, se supone que está “prohibido el uso de señales acústicas”. Quiere decir que en la zona donde está ubicada la señal se “prohíbe la utilización de señales acústicas, salvo para evitar un accidente”. Es común encontrar esta señal en zonas de hospitales. Obviamente se trata de que la prohibición sea un instrumento que favorece la garantía de silencio, tranquilidad, evitar exabruptos, tan importantes para los pacientes hospitalizados.
La prohibición siempre supone un límite (qué se puede, qué no se puede, hasta dónde se puede) y además, supone una consecuencia negativa para aquel que la desconoce o no la cumple. La prohibición es una limitación cuya no observancia trae consigo ciertas consecuencias. La limitación de la prohibición, generalmente, no establece diferenciaciones. Es algo que allí donde existe, es para todas las personas
(o procesos, comportamientos…) que quedan prescritos en ella. Si alguna diferenciación fuese imprescindible aparecerá como excepción. Pero insisto, el sentido de la prohibición es la salvaguarda, la protección, la preservación. Ellas existen para lograr efectos favorables en la mayoría de las personas, en concordancia con los objetivos sociales de bienestar, felicidad, calidad de vida, entre otros. En este sentido nadie duda de la utilidad y la necesidad de ciertas prohibiciones.
Sin embargo, en ocasiones nos encontramos con prohibiciones que lejos de producir efectos favorables producen efectos desfavorables.
Estas son las prohibiciones absurdas. Prohibiciones que habría que cuestionar. Por cierto, la referencia a prohibiciones absurdas no abarca solamente el ámbito social, institucional. También existen, se imponen, en el sistema de relaciones vinculares primarias, en la familia, entre compañeros, hasta en las relaciones de pareja.
¿Por qué una prohibición puede ser considerada absurda? Veamos algunas razones. No son las únicas. Usted puede agregar seguramente otras más.
Una prohibición puede ser creada en un momento en el que ella
resulta necesaria, útil. Las condiciones específicas en un momento dado pueden demandar la generación y aplicación de ciertas prohibiciones. Pero el tiempo pasa y… hasta las prohibiciones envejecen, se vuelven obsoletas. Aquellas condiciones en las que la prohibición surgió y se puso en vigor ya no existen, cambiaron, simplemente ahora las condiciones son otras. Pero la prohibición “sigue ahí”. Y a diferencia de lo que pasa con “Los Van Van”, que todos sabemos por qué se mantienen, nadie sabe de verdad qué es lo que tiene la prohibición, pero “sigue ahí”.
En ocasiones es la rutina. También puede ser la inercia. Hasta la comodidad, la falta de análisis, el inmovilismo. Pero ninguna de estas razones justificaría que una prohibición absurda siga en activo.
No faltan las ocasiones en las que una prohibición es absurda desde su nacimiento. Su origen en vez de remontarse a los principios de mejor convivencia, bienestar, calidad de vida y de relaciones humanas, funcionalidad, se relaciona con el control fácil y radical. Cuando no sé cómo persuadir, cuando no tengo las competencias y habilidades necesarias para convencer, para educar, para comprometer, entonces “prohíbo”.
La prohibición sustentada en la incapacidad, en la opción a la que se llega no porque no existan otras mejores y que promoverían más beneficios, sino porque falta capacidad, entereza, esfuerzo. Porque se parte de una posición de poder. Porque se está interesado en la imposición y no en el convencimiento. Ubique usted mismo los ejemplos. Hay muchos.
De aquí se desprende como posibilidad y como realidad la existencia de prohibiciones absurdas porque contradicen los derechos elementales
y de opción de las personas. Son conocidas aquellas que tienen que ver con prohibiciones por razas, creencias religiosas, género, orientación sexual. No son pocas. No han desaparecido del todo. Nuestro país no es una excepción. Las hay que habría que cuestionarlas y desactivarlas ya. Estamos en el camino, pero quizás necesitamos un poco más de velocidad.
Por último hay prohibiciones que son absurdas por su funcionalidad. No hay modo de controlar su observancia y cumplimiento. No hay modo de que sean cumplidas. Entonces más que prohibiciones son sanciones o castigos inevitables o falsos cumplimientos, ya que al no poderse ni cumplir ni controlar las consecuencias ocupan el reino de lo que se puede hacer: castigar, regañar, excluir… o “felicidades, vas bien”.
Siempre recuerdo un vecino que le dijo a su hijo: “Y a partir de mañana no podrás llegar a la casa después de las cinco de la tarde”. El problema era que en su casa nadie llegaba del trabajo antes de las siete de la noche. No tenían teléfono. Entonces ¿cómo controlaba el cumplimiento de “la prohibición”? “Un libro de registro” –le dije yo irónicamente. Se lo tomó en serio. Su hijo, según reflejaba el libro, llegaba todos los días antes de la “hora sanción”. Doy testimonio de que más de una vez lo vi llegar justo antes que sus padres. Prohibición absurda.
¿Qué traen consigo las prohibiciones absurdas? ¿Cuáles son las consecuencias previsibles y conocidas de su irracional puesta en práctica? En un nivel primario, subjetivo, ellas convocan a la molestia, el malestar, el sentimiento de injusticia y de maltrato. Vivencias emocionales de desagrado que convocan al rechazo, al distanciamiento, al cierre de puertas, a la evasión, a la retirada. Una prohibición absurda puede convertir a un posible colaborador, en un enemigo. Una prohibición absurda puede hacer que el deseo se torne desidia, que el querer se convierta en desmotivación, que la esperanza sea herida por la perfidia, el desencanto.
Pero aún hay más. “Nada es tan malo como para que no pueda ser peor” dice con su clásico cinismo Murphy. Una prohibición absurda es una invitación a ser burlada, a ser desoída y desconsiderada. Entonces trae consigo el comportamiento contrario al que supuestamente persigue. Una prohibición que no goza de comprensión, de reconocimiento, de valor, de adecuación, para muchos se convierte en un motivo
de ilegalidad. La ilegalidad es, en muchas ocasiones, el refugio al que se condena, o se lanza involuntariamente a alguien por lo absurdo de las prohibiciones. No es justificable el comportamiento al margen de lo establecido, pero si lo establecido es absurdo pagará como consecuencia la producción de comportamientos marginales. Entre estos incluso, el comercio con la prohibición –la tierra fértil para que germine la corrupción, la ley del “si se paga se vende”. He aquí por qué no podemos jugar al absurdo ni en materia de prohibiciones.
Hay cosas que a algunas personas les cuesta trabajo entender.
Una de ellas es que la prohibición en general es un arma peligrosa, en ocasiones de doble filo. Pero la prohibición absurda, como la mal aplicada, siempre es tremendamente dañina. Convierte al que prohíbe en un ser indeseable que actúa fuera de la más elemental racionalidad. Al que le prohíben lo convierte en un individuo molesto y propenso a burlar la prohibición. Con frecuencia hasta en una persona resentida, lo que es muy riesgoso. Pensemos en las prohibiciones absurdas y mancomunadamente, solidariamente, luchemos por desactivarlas.
Si les parece propongan allí donde encuentren esas prohibiciones absurdas que, apoyándose en la rica y reconocida simbología del tránsito pongan una nueva señal: una señal de prohibición dentro de otra.
Su comprensión es clara y fundamental: “Prohibido prohibir”.