Aunque parezca extraño entre los fenómenos menos explorados y con menos consenso comprensivo en el mundo científico de la Psicología están las emociones humanas. Si bien es cierto que en los últimos años el panorama parece estar cambiando, una mirada retrospectiva a un pasado para nada lejano nos confirma la representación. En algún lugar escribí que las emociones son como “la cenicienta” de la psicología. Luego encontré que no era el primero ni el único en hacer el símil. Quizás esta relativa desatención se deba, entre otras causas, al hecho de que desde su inclusión en los terrenos de estudio de la subjetividad humana la representación de las emociones vino cargada con lastre.
Por una parte, en la tradición que viene de las ideas de Darwin, se representa a las emociones como “rudimentos animales en el hombre”, con una utilidad solo funcional defensiva, de descarga. A todas luces, quien sabe de emociones por vivirlas, sabe que tal representación es muy sencilla para lo que reconocemos en nosotros mismos como emociones. Parece quedarse corta la definición respecto a la realidad.
Molesto por el ladrido de un perro vecino que se la pasa ladrando me fui a buscar en internet un método de “hacerlo callar” y encontré:
“Al contrario de lo que comúnmente se piensa, el ladrido en el perro no es un lenguaje. Es una manifestación emocional en refuerzo de posturas”.
En el mundo de los gatos las cosas no son distintas. Cuando el minino está ante un peligro, puede ser el perro de mi vecina que ladra sin parar, se encrespa y emite un maullido intenso, que “mete miedo”. Es precisamente eso lo que quiere el gato con su reacción emocional: pasar el miedo a quien lo atemoriza.
Pues resulta que los gritos y ademanes de algunas personas serían entendidos como “más de lo mismo” –manifestaciones emocionales de descarga o refuerzo de posturas. ¿Será que llevan razón los que cuando alguien les grita o lo manotean dicen “no seas animal”? Puede ser.
Especialmente si lo traducimos como “no te comportes como un animal”.
Pero hay, entre otras muchas, una diferencia básica. El perro, o el gato, o el animal que usted decida, no percibe su reacción, no tiene la capacidad de anticiparse a ella. No puede establecer una diferencia entre lo que “le nace hacer reactivamente” y lo que “sabe hacer racionalmente”. El animal no sabe ni qué no sabe. Su comportamiento se reduce a instintos, hábitos incondicionados o condicionados, pero en ningún caso “comprendidos”. Entonces el animal aplicará el mismo procedimiento en cualquier circunstancia, sea cual fuere el resultado. No hay gato, ni animal alguno, que piense “déjame ver qué es lo mejor que puedo hacer con este perro que quiere aniquilarme… ¿Será darle una coba? ¿Será mejor correr? ¿Llamaré por teléfono a la policía?”. El ser humano tiene, puede tener, la capacidad de control. El ser humano puede anticipar, evaluar, decidir, en fin, todo aquello que sustenta su condición de sujeto.
Otra tradición que ha lastrado el desarrollo de los estudios psicológicos sobre las emociones se vincula a la investigación experimental. “La emoción –refiere Fraisse en su análisis etimológico del término–
es lo que pone fuera de sí, y el uso corriente de la palabra consagra esta interpretación”. Esto, a nivel funcional, parece ser la representación desconectada de su sentido humano del conocido poema de Carilda Oliver: Me desordeno amor, me desordeno. La emoción es desorden, es disminución de la eficiencia comportamental, es irracionalidad, pérdida de control. No faltan los ejemplos que pudieran dar testimonio de esta comprensión.
Esta vez la representación se queda otra vez corta. El error se produce porque el análisis se detiene en un punto y en una visión superficial de la manifestación emocional. Claro que para muchas emociones hay un primer momento reactivo. No hay dudas que algo sucede y que puede sacarnos de paso. Pero si nos detenemos aquí, estamos cercenado un proceso en apenas un momento inicial. ¿Acaso nos entregamos indefectiblemente a este primer momento? Probablemente en las formas primarias reactivas del complejo universo de las emociones humanas suceda así. Pero en la medida que nos acercamos a pensar en los sentimientos, específicamente humanos, percibimos que la dinámica es otra.
El desorden de Carilda, digo del que ella escribió, es un desorden organizado, asumido y dirigido a una meta clara y precisa (no lo dude). Además, el desordenado busca esa meta, quiere desordenarse, porque en ese desorden hay placer. Y placer en el sentido no solo sensorial, sino sobre todo personal, del suceso. No es cualquier “estímulo” el que promueve la reacción emocional. Es Él/Ella estímulo… el/la que me desordena.
Queda un lastre que, al igual que los anteriores, no es casual. Así como el pensamiento se piensa y no tenemos sensación física (corporal)
de este. Las emociones se sienten, pero sí tenemos sensación física de la emoción. Cuando sentimos miedo hay sensaciones físicas asociadas a este estado subjetivo. Lo mismo sucede cuando sentimos las más diversas emociones que acompañan nuestro accionar cotidiano. Y esto llevó a muchos a pensar que la emoción es eso que “se siente corporalmente”. Así la emoción es entendida como un estado físico, corporal.
En el mejor de los casos un derivado directo de ese estado.
Entonces ya sabemos las consecuencias probables. Recuerdo una joven que vino a mi consulta muy deprimida porque su novio, después de tanto intentar seducirla para tener sexo con ella, en el momento en que ella cedió y pasaron a la intimidad él no tuvo erección. “Se da cuenta doctor… todo era mentira. Él no me quiere. ¡Yo no le gusto!”. La emoción derivada del estado físico. El amor confundido con uno de sus instrumentos. Qué lejos están los fisiologistas, biologicistas y corporalistas de saber (y de poder sentir) qué cosa es el amor.
Pero las evidencias también descubren la superficialidad de tal representación. Acompáñeme en una experiencia. Vamos hasta el Parque Lenin. Montemos en la Montaña Rusa (en el Parque Gorky de Moscú se llamaba Montaña Americana). Usted se sienta en la primera fila. Son aparatos nuevos, en excelente estado. Usted va bien asegurado.
Empieza el ascenso. De pronto llega a la cúspide y comienza un descenso vertiginoso. Usted siente un sobresalto, algo que le sube desde el estómago. Y… “aaaaaa” (alarido). Siente miedo. Cambiemos el escenario. Ahora usted va en un Moskovich de los que a duras penas sobreviven. Va en el asiento delantero. No tiene cinturón de seguridad. Aquel carro suena a tractor desmantelado. Va a Santa María del Mar. Llega a la loma del Trébol. Allá a lo lejos está el mar. La playa. Qué delicia. El chofer en la cúspide lanza el carro loma abajo. Usted siente un sobresalto, algo que le sube desde el estómago. Y… “ay qué rico”. Siente algo que le gusta.
El mismo sobresalto. Una vez da miedo. Otra vez da gusto. La diferenciación no es el del orden de lo corporal, sino de lo psicológico. Usted inconscientemente tiñe la situación con sus valoraciones, con sus emociones. De paso digamos que es muy “cómodo” otorgar al cuerpo (a lo innato, a lo que nos es dado sin nuestro consentimiento, a nuestra incambiable fisiología) ciertas responsabilidades: “no soy yo el iracundo, son mis emociones que actúan sin mi consentimiento y me desorganizan”. Los celos, la envidia, el odio, todos los llamados bajos sentimientos son inapelables. “Qué le vamos a hacer. Mis emociones son así”.
Nuestras emociones son ni más ni menos que “nuestras”. No somos sus esclavos. No somos dirigidos por ellas. Ellas no son segregadas por nuestros órganos internos como el hígado segrega la bilis. Ellas no son rudimentos animales (por animales que parezcan los comportamientos de algunos). Su desorganización relativa descubre uno de sus sentidos esenciales. Nuestras emociones son señales de alerta. Son las muestras sensibles de cómo valoramos a nivel primario las condiciones,
situaciones y relaciones en las que vivimos. Muestras por cierto de las que no podemos escondernos. Sentimos como somos. No somos como sentimos. Prueba fehaciente de esto es que situaciones similares son vivenciadas de manera diferente por personas diferentes, incluso, por la misma persona en momentos subjetivos diferentes.
Para entender nuestras emociones, el punto de partida somos nosotros. Las emociones nos hablan en realidad de nosotros mismos. Ellas expresan nuestra relación situacional o esencial con las cosas y por ende, son “información” sobre nosotros. Y como toda información las emociones son uno de los pilares fundamentales sobre las que tomamos nuestras decisiones.
Las emociones nos informan sobre el sentido personal que pueden tener las cosas para nosotros. Pero nosotros decidimos el curso ulterior de nuestro comportamiento. De modo que cuando alguien piensa “es que es una cosa que se me sube a la cabeza y me hace explotar”, no está hablando de una fatalidad reactiva, sino de una falta, una falla en la capacidad de ser dueño de un fragmento nada despreciable de su vida y que puede traer consecuencias impredecibles.
Aplique el saber que la Psicología hoy pone en sus manos: sus emociones son suyas. Usted es dueño, usted es dueña de sus emociones. Y para cultivar las mejores y más hermosas emociones humanas solo tiene que cultivarse a sí mismo. La gente buena es de buen sentir. Y si algún rezago queda de los impactos negativos de la vida, entonces a la reacción primaria le recordará la sabia sentencia de Sastre: “Somos lo que seamos capaces de hacer con lo que han hecho de nosotros”.
Las emociones que cultivamos con decisión y voluntad serán al final las que definan el camino emocional de nuestra vida.