Hay personas que gozan de una rara inmunidad, porque hacen las cosas a su antojo, como quieren, cuando quieren y nadie les dice nada. Uno ve la situación desde cierta distancia y piensa “este debe ser un intocable… ¿cuál será la razón?” Y cuando nos acercamos, o cuando vivimos en nuestros propios grupos de pertenencia –en el trabajo, en el barrio– estas situaciones, nos damos cuenta que la inmunidad reside, increíblemente, en sus características personales. La inmunidad reside en que se trata de una persona que es: molesto, enfadoso, impertinente, ofensivo, duro, violento; insufrible, sangrón, orgulloso, difícil de soportar. Lo digo bien cubano, y hasta me como una letra “d”: es la inmunidad del “pesa’o”.
Estoy convencido que ya ustedes lo tiene en mente, bien identificado. Ya le pusieron nombre y apellido. Ya tienen en la cabeza su imagen. Y es que, lamentablemente, hay unos cuantos, y sin hacer una investigación rigurosa puedo asegurar que en cualquier lugar hay uno.
Cuando se para a hablar en una reunión, en una Asamblea, se oye una “oooooh” colectiva. Si hay algo que entorpece que el vuelo de una mosca sea audible, él pone cara de ofendido, ojos que acusan a todos de maleducados, frunce el ceño como científico a punto de hablar de sus ideas homenajeadas con el Nobel, y cuando al final hasta el díptero detiene su vuelo, se baja con algo que nadie escucha pero que de no ser atendido será una afrenta personal. Si alguien dice algo distinto, allá salta el insoportable con alguna barbaridad. Siempre hay en él, o ella, un enfoque agresivo en todo lo que dice.
Hasta los mejores jefes lo piensan dos veces antes de darle alguna tarea. Siempre le parecerá absurdo lo que tiene que hacer, siempre se cuestionará la adecuación de lo asignado, preguntará cuál regulación define su obligatoriedad, en fin, hará la situación tan insoportable que el jefe terminará diciéndose a sí mismo: “Última vez que mando al puente roto este a hacer algo”. Y si por casualidad la tarea será compartida, si el jefe le dice a otro compañero que tiene que hacer algo con el enfadoso, entonces la respuesta clásica del primero es: “No, no, no, jefe. Yo prefiero hacerlo solo. Primero muerto que trabajar con ese”.
Ahí está. La inmunidad. Nadie quiere trabajar con él. Pero además, nadie quiere tener una discusión con él, nadie quiere tratar con él, nadie quiere tropezarse con él, nadie quiere llamarle la atención a él. Lo único que todos quieren es tenerlo bien lejos. Lo más lejos posible. Y al final ¡él hace lo que quiere!
La psicología sabe perfectamente que nadie nace pesado. La pesadez se forma, se construye, y lo que es peor, se refuerza. La pesadez se forma, se educa, cuando los padres, los adultos cercanos, sobrevaloramos la individualidad de un pequeño, obviamos los derechos de los otros ante la eminencia de los deseos del infante. Inculcamos en él ideas de subvaloración, indiferencia, distanciamiento respecto a sus iguales, a su grupo. Educamos al sangrón cuando obviamos la crítica merecida, incluso cuando ni tan siquiera vemos la falla, el error, la inescrupulosidad individualista de un decir o un hacer. Dicen que el amor es ciego. Yo puedo afirmar que enceguece, sobre todo cuando no es verdadero amor, cuando es amor obcecado, focalizado, sobrevalorador. Y sí, nadie educa de manera consciente y voluntaria a un pequeño para que sea intragable. Pero prácticas educativas erradas pueden conducir hasta allí.
Se construye la pesadez. No lo dude. Cuando el pesado en pleno proceso de formación y desarrollo se mira al espejo y se dice a sí mismo: “Mi mismo… eres el mejor”, se está construyendo. Construye su autoimagen de persona que se lo merece todo, de persona excepcional,
de alguien a quien todos deberían venerar y sentir el privilegio de tenerlo cerca. Se construye el sangrón cuando él es su propia referencia. Cuando hay una relación de autosatisfacción consigo mismo. Cuando se aleja o no escucha la opinión del otro. Se construye definitivamente cuando dice a toda voz: “Yo soy así. No voy a cambiar. Y al que no le guste, es su problema”.
Pero como decía antes, y esto nos toca especialmente a todos, la pesadez se refuerza.
Una sabia sentencia nos dice: “Tenemos las conductas que premiamos”. Si una persona tiene determinadas conductas, y nosotros la premiamos, esa conducta quedará reforzada. Es decir, resultará altamente posible que se vuelva a repetir una y otra vez. Y, a diferencia de lo que probablemente pensamos de primera lectura, un premio no es solo una gratificación que damos. En premio se convierte una crítica que no hacemos, una manifestación clara de molestia argumentada que omitimos, un silencio que guardamos, un castigo necesario que no aplicamos. Cuando a alguien que se comporta de manera inadecuada se “la dejamos pasar”, lo estamos premiando. Estamos reforzando su comportamiento.
¿Y qué hacemos con el pesado? Usted lo sabe, y ahora sabe que lo estamos reforzando.
Unos lo refuerzan, no diciéndole nada, porque prefieren hacer silencio con tal de “evitar un problema”. Y el problema es lo que pueda suceder conmigo (lo que yo pueda hacer), cuando el pesado salga con su pesadez. ¡Vaya solución! Evitar un problema manteniendo la causa del problema, que seguramente hará que el problema persista y que aparezcan nuevos problemas. Otros dicen “antes que soportarlo es mejor dejarlo”, “es más fácil tragárselo unos minutos que tener que sufrirlo siempre”. Seguimos en la misma. Nos olvidamos que es mejor ponerse rojo un día, que tener que soportar el sonrojo todos los días.
Debo decir, sin ofender a nadie, es solo una constatación psicológica, que hay personas que callan ante el pesado porque le temen. Claro, su modo reactivo siempre está sobrecargado de agresividad. Así como, según Darwin, en los animales las emociones sirven, entre otras cosas, de defensa, el “pesa’o” acude a la emoción para influir sobre los demás. Y su emoción de turno siempre está asociada a la agresividad. Mostrará ira, ironía, desprecio, desdén.
He conocido casos en que se les refuerza supuestamente pasándole la cuenta. Se le elige para puestos de responsabilidad “para que tenga que morder”. Esto ya es el paroxismo. Ahora tendremos un pesado con poder. Puedo imaginar todo lo que esto puede traer como consecuencia. De manera que, responsablemente le digo, si es que usted está pensando en “salir de su pesado” así, ¡ni se le ocurra!
Nosotros reforzamos al impertinente, al sangrón, al molesto. Creemos que con estas formas de actuar lo estamos “restando”. Pero no es así. En realidad lo estamos convirtiendo en intocable. Y de esto no nos podemos exculpar. Mucho menos podemos dejar de reconocer que lo que hacemos deja activo en nosotros una sensación desagradable.
Cerramos los oídos cuando habla, pero consume nuestro tiempo; no escuchamos sus sandeces y pesadeces, pero nos molestan; asumimos lo que nos toca a nosotros y lo que le toca a él para no tenerlo cerca, pero sentimos la sobrecarga y la injusticia; tratamos de no acercarnos a él, pero aparece y hace una de las suyas. Y sigue ahí, en su intocabilidad, de la que nosotros ¡somos responsables!
Pero, aunque hoy lo hagamos así, este no es un modo definitivo.
Hay cosas que podemos, y debemos hacer. Podemos enfrentarlo a su realidad, a la toma de conciencia del efecto de su modo de comportarse, de su modo de ser. Llamarle la atención en tiempo y forma. Que se guarde su pesadez para donde se la quieran soportar. Pero lo fundamental que tenemos que hacer, es no aplicarle el principio de la resta, no promover su inmunidad. Muy por el contrario, que haga lo que le corresponde. No solo como su tarea personal, sino como mandato colectivo. Que aprenda a controlar sus exabruptos, sus malas formas, su agresividad. Si cuando se mira en el espejo de sí mismo, se gusta, que sepa que mirado en el espejo de todos, resulta insoportable. Quizás no dejará de ser pesado (los reglones torcidos de la mente son caprichosos), pero sí dejará de ser intocable.
El asilamiento del “pesado intocable”, el dejarlo ahí, no es solución. Sigue siendo pesado e intocable, y además impone, dispone, campea con su pesadez. Como me dijo una persona que enfrentó a uno de esos: “Esto está claro: o se controla o lo controlamos. Pero al pesado no hay que restarlo, sino multiplicarlo por 0”. Vale la pena.