Los buenos dan la cara

Manuel Calviño

Soy de los que piensan que la crítica constructiva, bien intencionada, la verdadera crítica es un instrumento esencial en el desarrollo de todas las relaciones e instituciones humanas. Una buena relación de pareja necesita tanto de la crítica como del amor. La unidad de la familia se ve favorecida con la crítica. Y en la medida en que nos acercamos a grupos más grandes y heterogéneos –los que conforman un centro de trabajo, las instituciones, la sociedad en su conjunto– aumenta la necesidad del ejercicio de la crítica.

La crítica se ve con frecuencia desfavorecida por los modos en que ella se realiza. En ocasiones por detrás de las expresiones críticas, existen segundas y terceras intenciones malsanas. Otras veces, los planteamientos se hacen de modo hiriente, destructivo, y su justeza de contenido se devalúa en su negativo efecto emocional sobre el aludido.
Un obstáculo común es la confusión entre las partes y el todo. Hay quienes creen que al criticar a una persona se le resta valor, prestigio, integridad. Hay quienes creen que al criticar una relación se le está poniendo cierre, ya no podrá seguir adelante. Hay quienes piensan que criticar un fragmento de la realidad social es poner en tela de juicio a la sociedad en su conjunto. En fin, desde el modo de hacerla hasta el modo de recibirla, la crítica tiene fuertes oponentes, resistencias de todo tipo.

Sin embargo, desde hace mucho tiempo se ha hecho evidente que la crítica a la disfuncionalidad, a sus actores y actrices, el cuestionamiento de lo mal hecho, es el camino de la construcción de relaciones sanas, enriquecedoras, de promover instituciones capaces de superarse, de crecer. Más aún, la crítica es un instrumento imprescindible en la remodelación de una sociedad que intenta ser más justa, más eficiente, más unida.

Lamentablemente, el modo que algunos eligen para criticar es, para comenzar, un intento de hacer difíciles y complicadas las cosas.
Me refiero a los anónimos.
Entre las decenas de cartas que recibo, las llamadas telefónicas, las entrevistas y consultas profesionales, entre otras, la referencia reiterada al tema de los anónimos en los centros de trabajo es cuando menos preocupante. He recibido también algunos anónimos. Parece como una malsana moda que se quiere instaurar y a la que, lamentablemente, en ocasiones se le concede demasiada escucha, tiempo y acción, lo que probablemente la refuerza, y sin quererlo la convoca.

La cara del anónimo es aberrante: su expresión es ambigua como la hipocresía; sus ojos son grises y opacos como las malas intenciones; su boca suelta e irresponsable como el chisme; su nariz es penetrante, sagaz, como el oportunismo; sus orejas son grandes y agudas como la desidia. Sus piernas son largas y siempre “saltan niveles”, van directamente a “los superiores”. El corazón del anónimo está invadido por el resentimiento, por la envidia, por la hipocresía. No hay valor ni valentía. Sus manos son las de estrangular, no las de sembrar. Desde esta perspectiva, el anónimo más que un hecho a considerar, es una falta de consideración, un acto de irrespeto, una forma inaceptable de hacer la crítica. El anónimo es un mal a erradicar, nunca un instrumento para el trabajo colectivo, para el desarrollo de nuestra democracia, para el imprescindible saneamiento del clima de una institución.

El anonimato se reconoce éticamente sólo cuando está condicionado por las exigencias extremas del entorno, cuando responde a acciones trascendentes. Allí el exhibe el silencio ruidoso de los grandes anhelos y los más preclaros empeños. Los cubanos lo sabemos perfectamente desde nuestra historia pasada, reciente y actual: “En silencio ha tenido que ser…” Pero ¿por qué un anónimo hoy en un centro de trabajo? ¿Qué cuida el que lo escribe? ¿A qué le teme quien se esconde tras el anonimato? ¿Por qué se siente solo y desprotegido en “su lucha”?

Todos somos y seremos posibles víctimas del malentendido, de la incomprensión, de la tergiversación. Sucederá siempre que nos encontremos con interlocutores que toman al vuelo, o en notas garabateadas en un papel, frases sueltas tomadas en un contexto y puestas luego fuera de ese contexto, o cuando sean aquellos que hablan por “lo que dice la gente”, los minados de prejuicios, los dogmáticos, los hipercríticos, los metafísicos, los enemigos. Todo esto puede suceder. Pero puede suceder también que seamos blancos de la crítica desde posturas distintas a las nuestras. El que todos estemos en Cuba, no significa que todos pensamos exactamente igual en todo. Nuestro pensamiento es unidad en lo esencial y diversidad, incluso, en sus contornos significativos.
De lo contrario de dónde vendrá el desarrollo.

Si nuestros críticos tienen nombre y apellidos, si son personas concretas con las que se puede hablar y discutir, si son de los que dicen lo que piensan y hacen las cosas dando la cara, comprometiéndose, siendo actores no solo del señalamiento, sino del cambio, entonces la solución, cualquiera que sea, está ya a medio camino. “Hablando la gente se entiende”, siempre que por hablar entendamos dialogar, intercambiar. Pero si nuestros críticos actúan como acreedores que se esconden, que no dan el rostro, que no se comprometen, entonces son usureros del desarrollo necesario, aprovechadores que sin el más mínimo decoro pretenden socavar la pureza de la buena crítica, su valor dialéctico y humano. “A palabras necias oídos sordos”. A palabras sin dueño, descrédito ético. No hay que ser cómplices de las enredaderas para poder limpiar el camino. Los que andan en el “anonimismo crítico” no están del lado de la actitud humanista, comprometida, de profundo valor humano. No son buenas personas, o al menos no se están comportando como buenas personas.

Los buenos dan la cara. Puede que la pena los detenga por un instante, que duden del efecto que pueden tener sus palabras, que crean, incluso, que no están siendo justos. Pero cuando se deciden, dan la cara. Pueden hasta atemorizarse pensando en las posibles consecuencias de su crítica, para él y para otros –el destino del decir no solo está en el hablar, sino también en el oír. Pero no se detienen y dan la cara. Puede que se sientan solos, desprotegidos, inmersos en una batalla de la que no saldrán vencedores. Pero la afrontan y dan la cara. Porque cuando sienten que algo tiene que ser dicho, que el silencio es complicidad, que hay que ser intransigente, los buenos dan el paso al frente, y siempre, invariablemente, dan la cara.