¿Jura decir la verdad?

Manuel Calviño

Mentir no es sólo ni simplemente decir algo que no es verdad. El mentir tiene expresiones variadas: se miente cuando se retiene información, cuando no se dice toda la verdad conocida, cuando se falsea o tergiversa la verdad, cuando se inventa algo absolutamente falso… Pero, esencialmente, mentir supone una intención: engañar.
Una mentira, de acuerdo con el diccionario de Cervantes, se define como “afirmación falsa hecha a sabiendas”. Y he aquí donde se evidencia el componente ético, moral, de la mentira, del acto de mentir. Por eso tan antigua y común como la figura del mentiroso es la sanción ética del mentir. No por común la mentira tiene que ser aceptada y adoptada en lugar de afrontar nuestras deficiencias personales o dirimir nuestras diferencias con otras personas. Mentir es un acto de irrespeto al otro. Es una desconsideración y no observancia de los derechos de todo ser humano. El destino final de la mentira es siempre el malestar.

Sin embargo, mentir, aseguran prestigiosos investigadores de la conducta humana, es más común de lo que se piensa. Se considera que el 60 % de las personas mentimos al menos una vez durante una conversación de aproximadamente 10 minutos. Muchos suelen hacerlo hasta tres veces. Hombres y mujeres mienten por igual y en la misma cantidad, aunque el contenido de sus mentiras difiere: las mujeres suelen mentir para hacer sentir bien a la persona con la que están hablando; los hombres lo hacen frecuentemente para dar una idea mejor de sí mismos. Los resultados de las investigaciones realizadas han sido realmente sorprendentes. Mentir es un hábito bastante común.

Quienes mienten con frecuencia tal que pueden incluirse en el grupo de los mitómanos (psicopatológicos y sociopatológicos), están convencidos de que su mentira está tan bien elaborada y que es tan difícil que quienes lo escuchan puedan darse cuenta que apuestan definitivamente a la solución de todos sus problemas por medio de la mentira. La mentira llega a convertirse en su modus operandis, se torna una conducta compulsiva, una adicción. Así nos los dibuja con su marcado humor de clown Jim Carrey en su Mentiroso, Mentiroso. Sin embargo, por muy capaz que sea la persona que miente, las emociones que acompañan su estratagema son casi imposibles de ocultar. Sin darnos cuenta, al mentir exageramos nuestro modo de hablar, de actuar, se producen otros actos totalmente involuntarios, por ejemplo: tragar saliva, respirar profundamente, hiperventilar, hacer pausas innecesariamente largas como pensando en lo próximo que habría que decir, equivocar palabras, introducir cambios en la historia cada vez que se narra, son señales que pueden delatar al que miente.

Probablemente muchos consideren que la relativa alta frecuencia del mentir, tiene razones bien justificadas y diversas. Se dice que mentir es un comportamiento natural, espontáneo, del ser humano y que se expresa desde los primeros años de vida. El niño miente como juega y sus fantasías no son más que mentiras inocuas. Hay también quienes llegan a la justificación de la mentira por aquello de que el fin justifica los medios. Lo cual, además de relacionarse con la justificación de las llamadas mentiras piadosas, incluye lo que pudiéramos llamar las “adorables mentiras”.

El psicólogo suizo Jean Piaget y sus seguidores demostraron que entender el asunto de los juicios morales en los niños, lo que obviamente incluye el tema de la mentira, requiere al menos de dos consideraciones fundamentales: por una parte el conocimiento de algunas regularidades del desarrollo del pensamiento infantil y por otra, el impacto que tienen sobre los niños sus relaciones con los adultos, especialmente con los padres.

Para los niños pequeños de entre 4 y 6 años contar historias en las que fantasía y realidad se mezclan con límites imprecisos, es causa de que erradamente se les considere mentirosos. En realidad a esta edad a los niños les gusta inventar historias. Y esto es algo no solo normal, sino hasta necesario. En estos escapes de “soñar despiertos” los pequeños entrenan sus habilidades intelectuales y consolidan su desarrollo, van descubriendo la influencia de las habilidades intelectuales sobre otras personas y además establecen un puente más de relación con sus compañeros. Pero en este comportamiento no hay un significado moral, mientras que, como sabemos, mentir está indisolublemente ligado a un componente ético. Entonces este juego natural del niño no es “prehistoria de la mentira”, sino ejercicio del intelecto y de otras funciones asociadas: creatividad, fantasía, por ejemplo.

Otro es el asunto de la relación de los infantes con los adultos y sobre todo con los padres. Desde muy temprano en el desarrollo infantil los adultos se convierten en un modelo y en una referencia para los pequeños. Por una parte el niño “apre-he-nde” los comportamientos de los adultos y los reproduce a su escala, de modo que los adultos son modelos. Junto a esto, el niño observa el impacto que su comportamiento causa sobre los adultos y entonces o lo refuerza, o lo inhibe, o lo transforma, o lo disfraza. Los adultos son la referencia para una toma de decisión sobre el comportamiento. Esto significa que si el niño percibe que el adulto miente, probablemente su primera reacción sea corregirlo. Pero en cuanto el adulto le haga evidente que está mintiendo conscientemente, a sabiendas, entonces el niño realizará un aprendizaje. Copiará la conducta del modelo.

Es usual también que, sin otro ánimo que hacer algo que él ha observado que el adulto quiere o que al adulto le agrada, el niño transforme una historia, arme una anécdota, cuente que ha hecho algo que no pertenece más que a su deseo de agradar, y esto aparece ante el adulto como “mentir”. En realidad, el niño no está mintiendo, no tiene la intención de engañar, entre otras cosas porque aún no tiene una claridad del significado ético y las repercusiones del engaño. Pero el adulto le refuerza tal comportamiento con su beneplácito o lo castiga de forma inadecuada. Entonces se abre la puerta a la inclusión de la mentira en el sistema de comportamientos del niño. Mentirá para obtener la aprobación del adulto, mentirá para evitar el castigo, o mentirá para lograr el propósito que arbitrariamente, ante sus ojos, le es obstaculizado.
Por otro sendero, puede que ocurra que el niño llegue a creer que decir cosas que no son reales es el mejor modo de satisfacer a sus padres, maestros… No están siendo malos, pero el hacerlo repetidamente llega a convertirse en hábito, en un mal hábito: mentir.

La mentira no es, entonces, algo natural y espontáneo en el desarrollo humano, es el producto de una asimilación de la realidad relacional en que vive. Modifíquese esa realidad y la mentira no llegará a ser.

Sobre las mentiras piadosas no es menos importante hacer algunas consideraciones. Sus defensores no perciben que el propio concepto encierra una contradicción. Me remito a una canción del español Joaquín Sabina: Yo le quería decir la verdad por amarga que fuera… pero ella prefería escuchar mentiras piadosas…Y así fue como aprendí que… conviene a veces mentir, que ciertos engaños son narcóticos contra el mal de amor.
Aquí está el aprendizaje del mentir y se denuncia con claridad el valor real de la “mentira piadosa”: un narcótico. Doble mentira, una expresada como ocultamiento de la verdad; la otra como comportamiento que se pretende de ayuda, pero que en realidad limita, desacredita y entorpece el derecho elemental del engañado, decidir por sí mismo.

Es posible que el afrontamiento de la verdad en ciertas circunstancias requiera de una aproximación escalonada. Ir afrontándola poco a poco. Pero al fin y al cabo, como dice otro grande de la música, Joan Manuel Serrat: La verdad, lo que no tiene es remedio. De modo que la mentira piadosa no conduce sino al doble malestar, el que pueda causar la crudeza de la verdad y el de reconocer que se ha sido engañado.

Por último, la idea de que el fin justifica los medios, y que el llegar a la verdad no es contradictorio con la construcción de un camino empedrado con mentiras, es sencillamente insostenible. Las “adorables mentiras” que tan bien Chijona denunciara en su excelente filme, ocultan el imprescindible y significativo rol de la honestidad. La historia de muchos hijos adoptados a quienes no se les dijo sino a edades avanzadas la “verdad” de su origen tiene como elemento común un dolor, un resentimiento: “Por qué no fueron honestos conmigo desde el principio. Yo no los hubiera dejado de querer de ningún modo”.

Nadie se dibujó a sí mismo con brillantes colores falsos sin que algún día sobre él cayera, cuando menos, el rechazo por la deshonestidad. Lleva absoluta razón Phillip Gray cuando dice: “La honestidad es como el mortero para encolar los ladrillos de la civilización. Sin la honestidad, es dudoso que tengamos una familia feliz. El amor sufre por la desconfianza. Sin la honestidad, la política es peligrosa. Los ciudadanos no confían en los gobernantes, tampoco los gobernantes en los ciudadanos. Sin la honestidad, la erudición objetiva y la investigación imparcial se desvanecen. En su lugar, solo quedarían las sospechas, las dudas, y la desesperación”.