Muchas personas que escriben me expresan su preocupación acerca de lo que llama “la situación de los jóvenes”. Se describen situaciones de comportamientos inadecuados, pérdida de hábitos educativos, modas extravagantes, en fin una lista bastante voluminosa. Algunas de esas personas están marcadas por lo que llamo “el espejo roto”: Perdieron la capacidad de mirarse en el espejo de su vida, y ver su juventud, y escuchar lo que de ellos se decía entonces. Póngase usted un vestido viejo, y de reojo en el espejo haga marcha atrás, como dice Serrat. La expresión
“la juventud está perdida”, se escucha desde hace siglos.
El profesor y amigo Miguel Roca, lee en sus clases un parlamento a los estudiantes: “Los jóvenes actuales están perdidos. Ya no respetan a sus mayores. Todo se lo cuestionan. Todo lo discuten”. Luego pregunta al auditorio de que época es el texto (¿Antes de nuestra era o después de nuestra era? ¿Edad media, tiempos modernos?). Todos dicen: “Ese texto es de hoy mismo”. Y resultan sorprendidos cuando les dice que es un parlamento de Aristóteles, quién vivió entre los años 384 y 322 antes de Cristo.
No es menos cierto, que buena parte de los que hacen suya la crítica por principio de los jóvenes, hacen blanco en situaciones que tienen que ver con el manejo de normas disciplinarias, de convivencia, de ciudadanía, que se han perdido, y no precisamente para bien. Situaciones que tienen que ver con el problema general de la educación: “Más instruidos y menos educados”, decía un maestro retirado por fuerza de la pérdida de salud.
Pues resulta que unos días después de haber hecho algunas referencias a ciertas representaciones erradas, ciertas falacias, sobre la tercera edad, un grupo de jóvenes de mi antiguo centro de estudios, la Secundaria Básica “Rubén Martínez Villena” (Escuela en la que alguna vez, después, también fui profesor de Física) me abordaron a mi paso por la calle L, camino a mi Facultad. Me dijeron: “Hable de las cosas que se dicen de nosotros, y que también están equivocadas”. Teniendo a mis interlocutores allí, les propuse que fueran ellos los que me dijeran algunas de esas falacias (“ensanchen su vocabulario”, les dije. “La palabra es falacia”).
Hablaron mucho, me dijeron infinidad de cosas. Me produjo gran alegría la forma desenfadada, pero profunda con que se expresaban. Algunos me trataban de “tú”, pero con mucho respeto. Otros hasta me decían “maestro”, como probablemente le dicen a sus profesores. Tenían claridad en lo que decían. Por eso, del mismo modo que hice con las falacias de la tercera edad, voy a tomar apenas siete (para movernos en la cábala) de lo que me comentaron. Y repito: lo más importante no es lo que usted va a leer, sino lo que usted puede hacer después de leer.
Debo aclarar que estoy cayendo en una trampa, que la asumo por necesidad lógica de la escritura y de la comunicación. Hablo de la trampa de la generalización. Hablar de “los jóvenes” es la primera gran falacia. Los jóvenes no son un grupo homogéneo, ni en el país, ni en la ciudad. Tienen muchas cosas en común, pero muchas diferentes. De manera que siempre habrá la posibilidad de encontrar un caso que contradiga la propuesta. Esto no la daña. La enriquece.
1.Todos los jóvenes son iguales, no piensan en las consecuencias de
lo que hacen… hacen lo que se les ocurre sin pensarlo dos veces. En primer término, llamo la atención sobre la sospecha de prejuicio, en esa expresión, acusado por el uso del “todos los jóvenes son iguales”. Error de tamaña proporción. Y esto es válido para buena parte de las falacias que asumen, no como trampa, sino como realidad la generalización.
Por otra parte, el asunto de no pensar en las consecuencias del comportamiento no es una característica privativa de los jóvenes. En ellos se acentúa su percepción por similitud y cercanía con algunas características más o menos típicas. La relativa propensión de los jóvenes a esta forma de comportarse, tiene que ver con su arrojo, y con su certeza de que, si algo sale mal, tienen todo el tiempo del mundo para enmendarlo.
Pero para manejar alguna información relevante utilizaré un ejemplo contundente. En un trabajo publicado por la especialista María Elena Vázquez se afirma: “La infección por el VIH en Cuba está conformada por diferentes grupos de personas, pero siempre cuando se habla de ello se piensa en jóvenes. Nos olvidamos de que las personas mayores de 50 años están también en riesgo de adquirir la enfermedad, y estas en ocasiones, son ignoradas de los programas educativos, preventivos y de ayuda. En Cuba con el decursar de los años se ha visto un incremento de la detección de casos en este grupo, que además ha sido poco estudiado –y sigue más adelante. En los Estados Unidos más del 10 % de todos los nuevos casos de sida ocurren en personas mayores de 50 años”. Puedo asegurarle que en la inmensa mayoría de los casos de contagio podemos hablar de “no pensarlo dos veces”.
2.A los jóvenes solo los motiva el baile, andar de fiestas, la diversión. Después de casi cuarenta años trabajando con jóvenes, si algo puedo asegurar es que, en general, les gusta el baile, la diversión, reunirse y fiestar. Pero sería absolutamente injusto si digo que solo los motiva esto. Los motiva todo lo que se presente como un reto, como una oportunidad de demostrar sus habilidades, destrezas.
Los motiva tener buen rendimiento en el deporte (jugar bien a la pelota, al football, al basketball). Cunde en ellos la motivación por hacer algo bueno, importante, por su grupo. Por defender a quien otros quieren violentar, a aquel de quien quieren abusar. Los motiva, sí, verse bien, estar a la moda. Los motiva el futuro, tener un buen trabajo, ser alguien. Salta a la vista sus motivaciones vinculadas a las relaciones de pareja, tener un compañero, una compañera. Ser buenos amigos, tener buenos amigos. Los motiva el aprender, estudiar –durante años han desfilado por mis clases jóvenes repletos de ansias de saber, motivados por ser buenos científicos y profesionales de la psicología, motivados por ayudar a las personas. Los he visto motivados por las actividades políticas, cuando no son impuestas, cuando no son formales, cuando nacen de su compromiso y su comprensión. La lista de motivaciones que he visto (he constatado, he comprobado) es sencillamente interminable.
Lo que veo menos es adultos tratando de favorecer las condiciones para el despliegue de esas motivaciones de los jóvenes; instituciones para la libre expresión y no para la normatividad absurda; organizaciones, incluso supuestamente juveniles, preguntando que quieren hacer ellos, cómo quieren hacerlo, cómo quieren participar, y qué entienden que debemos hacer los adultos. Lo que veo muy pocas veces es jefes motivados por enseñar a los más jóvenes, dirigentes prestos a ser sustituidos por la nueva generación. Y sí veo muchos adultos diciendo a los jóvenes lo que tienen que hacer, cómo lo tienen que hacer, para qué tienen que hacerlo. Y ciertamente esto no es muy motivante que digamos.
Somos los adultos los que tenemos que hacer las cosas bien, para que nuestro empeño de que los jóvenes crezcan desde nuestras raíces, no le impidan que desplieguen sus alas.
3.Los jóvenes no aprecian las cosas que se les dan. Todos apreciamos lo que nos dan, sobre todo, cuando son cosas que necesitamos, que queremos. Si nos dan lo que no queremos, al aprecio le cuesta mucho aparecer. Y si aparece, perdón, probablemente pura formalidad. No dudo que el agradecimiento es una norma que trasciende la utilidad. Es correcto. Pero agradecer sin apreciar reconozcamos que es una norma formal, no mucho más. Y ciertamente, qué bueno, los jóvenes no son (no somos) muy adeptos al formalismo. Incluso de alguna manera, y no sin razón, lo consideran hipocresía. Pero esto no es un defecto.
Pero lo más interesante, a mi juicio, no está en la presencia o no del aprecio. Sino en la dinámica de “dar” y “conseguir”. En su “Gracias por el fuego” los jóvenes cantan su punto de vista con Buena Fe: No me regales más nada… déjame ganármelo yo. Esa es la esencia del asunto. Y más que una debilidad es una fortaleza. Querer conseguir las cosas, ganárselas con su esfuerzo, con su dedicación, con su trabajo es algo que debemos elogiar y fomentar. Que algunos quieren “lucharlas” en el peor sentido de la expresión (robarlas, “bisnearlas”, traficarlas…), es cierto. Pero tampoco es característica privativa de
la juventud.
4.Los jóvenes son contestones, nada les viene bien… todo les parece poco. No son contestones, son contestatarios participantes y productivos. Son fervorosos amantes de la polémica, como se autodefinía el mismo Martí a los 24 años, también en su juventud, en una carta que escribió a su amigo guatemalteco Valero Pujol. Y qué bueno que sea así. ¿Cómo se pueden relacionar los jóvenes con un mundo construido por y para los adultos? ¿Cómo se va a producir el mejoramiento de la sociedad, su adecuación a las exigencias, demandas y necesidades de los que la vivirán, si a los jóvenes no les parece poco lo logrado? ¿Cómo va a nacer la nueva sociedad? ¿Quiénes la van a construir? La dialéctica de la negación nos enseña que más que caprichos de edad, son leyes inexorables del desarrollo las que instituyen las contradicciones necesarias para el cambio imprescindible.
Entonces es bueno que los jóvenes sepan conformarse, pero no ser conformistas. Que sepan adecuarse, pero no subsumirse en adaptaciones acríticas. Que sean capaces de sumarse a la masa, pero sin diluirse, sin perder su esencia. Que sean capaces de dar sus opiniones, sus criterios, sus argumentos a despecho de quienes intenten imponerles aquellas argumentaciones en las que no creerán.
5.No escuchan a los más viejos… quieren hacer las cosas solos. La condición fundamental de escuchar es el decir. Si en algún ámbito de la vida humana está más que probado que la forma hace mella, para bien o para mal, en un proceso, este es, sin duda, la comunicación. La posibilidad de escuchar se ve profundamente favorecida o entorpecida por el modo de decir. Junto a esto la escucha es un proceso selectivo. Y uno de los elementos de filtraje de esa selectividad es
la relación entre el contenido de lo que se dice, y las peculiaridades del que escucha (gustos, intereses, ansias, entre otros). De modo que, si alguien, (digamos los jóvenes) no escucha, es necesario revisar la forma en que se le dicen las cosas, y lo que se le dice.
No obvio la testarudez del oyente, no descarto el rol de las expectativas prejuiciadas. Claro que hay muchas cosas en el que debiera o pudiera escuchar que favorecen o no la escucha. Pero, si el interesado en la recepción es el que habla, el que dice, entonces ha de ser este quien confiera a su decir las características que lo hacen con mayor probabilidad escuchado.
No se puede pretender que los jóvenes quieran escuchar porque sí, porque es lo que deben hacer. Hay que tratar que los jóvenes quieran escuchar. Y la pregunta entonces es, ¿intentamos que nos escuchen, o partimos del supuesto que tienen que escucharnos? Si a los jóvenes se les habla desde los mismos prejuicios que sobre ellos se tienen, entonces no hay muchas posibilidades de que nos escuchen. “La Profecía” cerrará su círculo autosustentador, y se cumplirá: pienso que los jóvenes no escuchan, les hablo sabiendo que no me van a escuchar, y por tanto no me escuchan. Entonces mi punto de partida: los jóvenes no escuchan, queda demostrado. ¿Demostrado o construido?
6.Los jóvenes siempre cometen errores evitables porque no tienen la experiencia necesaria. Creo que es imposible dudar de que alguien esté exento de errores. Todos cometemos errores. Y ahora digo que “experiencia” y “no cometer errores”, no tienen una relación inevitablemente lineal y directa. Es una idea inadecuada, digo que hasta peligrosa, la que nos hace considerar que la experiencia es una aliada excelente e incondicional de los comportamientos acertados. En definitiva no es necesariamente así. Muchos errores son causados por la experiencia. Podría hacer una lista interminable, e incluir sucesos que quizás usted prefiera ni escuchar. Incluso en las prácticas científicas y profesionales. Es cierto que la experiencia es muy valorada en nuestras culturas. El rol del “viejo sabio”, pletórico en experiencias, es muy pregnante. Pero no confundamos la sobrevaloración social de la experiencia, que de alguna manera contiene el fundamento para el ejercicio de un “poder generacional”, y otra lo que la práctica, hasta científica, nos demuestra.
La experiencia contiene la posibilidad de la rigidez, de la fijación, de la generalización excesiva, inadecuada. Es comprensible. Cuando ciertos comportamientos nos han resultado exitosos, tenemos la tendencia a repetirlos. Hasta cuando resultan erráticos nos cuestionamos la situación, no la experiencia (“Esto no puede estar mal, si siempre lo he hecho así y me ha salido bien”). Está demostrado en la literatura científica que la comisión de errores triviales es más común en personas con mucha experiencia, que en los que apenas comienzan. Comprensible. El “inexperiente” se afianza en el procedimiento, paso a paso, por su inseguridad. Lo hace tal cual es. El experimentado se libra con facilidad de lo normativo, y ahí da entrada a la posibilidad de errar.
No estoy negando la importancia de la experiencia. Estoy convocando a dosificarla, a cuestionar la experiencia inclusive como forma de hacerla hasta más aprovechable. En todo caso no está de más recordar la sentencia de Oscar Wilde: “La experiencia es el nombre que damos a nuestros errores”. Sin cometer errores, es difícil construir la experiencia. A los jóvenes les asiste entonces el derecho y la necesidad.
7.Los jóvenes están desmotivados por mejorar su comportamiento social.
Uno les dice lo que tienen que hacer, y ellos no lo hacen. Como si no les importara. En esta, para cerrar, me detendré un poco más. Incluyo hasta un fragmento de una carta que usé en un programa, y que se relaciona con el “séptimo pecado de los jóvenes”.
“El comportamiento social de mi hijo deja mucho que decir…
Lo que más me preocupa es que no quiere y yo no logro motivarlo… le explico la importancia del estudio en la vida y no me escucha, no le interesa… le explico la importancia de tener una conducta ciudadana adecuada… le digo que lo que le pido que haga es por su bien, no es pesadez mía como él cree, es por su bien, pero nada. O lo hace
a regañadientes o no lo hace… todo lo que yo, con más experiencia, le pido que haga por su futuro, él lo rechaza, no quiere, sencillamente no quiere… El otro día me dijo: «Es que tú no acabas de entender que lo que quieres tú, no es lo que quiero yo»… cómo puedo hacer para que él entienda y haga lo que le corresponde”.
Hay dos tipos fundamentales de comportamientos en las personas: el “reactivo” y el “proactivo”. Algunos especialistas le dan estatus de “metaprogramas”. El reactivo, como su nombre lo indica, supone iniciar alguna acción, solo cuando otro lo hace, cuando un condicionante externo así lo define. Por tanto, suelo decir, es un “comportamiento esclavo”, dependiente, hasta sumiso. El proactivo, por el contrario, es iniciar la acción, tomar la decisión, querer hacer las cosas. Suelo decir, es el “comportamiento libre”, propio del sujeto autónomo, independiente, o para mejor decirlo, interdependiente. El comportamiento activo es indicador de madurez, de responsabilidad, de crecimiento como ser humano. De modo que, en primer lugar, saludemos, sintámonos orgullosos cuando nuestros hijos manifiestan sobre todo comportamientos proactivos. Cuando dejan de ser mandados (no de hacer los mandados) y actúan por su propio deseo.
Y aquí está la clave: actuar por su propio deseo. Y es que no podemos olvidar que las cosas no se hacen porque otro las desea. Nadie hace por deseo de otro. Solo se hace por deseo propio. Y el deseo propio no comulga con la imposición, con la directriz rígida y emanada de lo que otro piensa y cree que se debe hacer, aunque lleve razón.
El deseo no es ajeno a la renuncia. Solo que la renuncia que conoce, que practica, es la renuncia por deseo, a favor del deseo. El deseo no es ajeno a la satisfacción del deseo de otro, solo que la favorece, participa de ella, por deseo. El deseo no es ajeno al compromiso, a la responsabilidad, siempre que se asuman por y con deseo, con apego y respeto al deseo de la persona.
De manera que la tesis es clara: promover un cambio de comportamiento en los jóvenes (como en todas las personas) pasa ineluctablemente por favorecer en ellos la aparición del deseo de cambiar, del deseo de comportarse, de obrar de cierta manera. Es “la estrategia del amor fundante”. Pero el deseo no se forma en un día, en un momento. No aparece sencillamente cuando nosotros queremos que aparezca. El deseo, por el contrario, se prepara, se fomenta, se construye durante la vida. Es tarea de alfarero que trabaja con la educación, con el ejemplo, con el intercambio.
El deseo, además, es una inscripción histórica, cultural. Lleva las marcas de la época. No es desacertada la sentencia de que “los jóvenes se parecen más a su tiempo que a sus padres” y madres. De manera que para hacerlo nacer asociado a ciertos valores, normas, a cierta ética y estética humanas, hay que dialogar con la situación, con el contexto real en el que los jóvenes viven. Recordando a Marx, “la gente piensa como vive”. También la gente desea desde el cómo vive.
Para promover ciertos comportamientos sociales en los jóvenes,
y no solo en los jóvenes, hay que ir en busca de un deseo fundante,
de un deseo compartido, de un deseo de todos. Nadie hace por deseo de otro. Sino por su propio deseo. La lucha por la educación, la lucha por la disciplina, la lucha por formar mejores personas, no pasa por querer que unos hagan lo que otros desean que hagan, sino por ganar el deseo de todos, por hacer que los deseos dialoguen, se encuentren, no se miren como antagonistas, sino como colaboradores, pasa por construir un deseo colectivo, es decir, un deseo que incluya los deseos de muchos, de todos. La guerra es contra lo mal hecho, contra los comportamientos sociales inadecuados, de los jóvenes y los no jóvenes. El territorio es la vida cotidiana. La estrategia, hacer nacer el deseo de hacerlo bien.
Yo creo, estoy convencido, que no solo es posible, sino que también Vale la pena.