Que los que vivimos en esta Isla podemos decir con total certeza que estamos en Cuba es algo que no tiene discusión. Pero la capacidad polifónica y polisémica de nuestro idioma nos lleva de la mano de la geografía a la psicología.
Hace poco conversaba con una compañera de trabajo que recién llegaba de una estancia de intercambio científico en Suiza. Me contaba que unos días atrás había salido con su hijo a pasear. Por el camino le dio un caramelo al pequeño remolino inquieto y juguetón. El niño cogió el caramelo, le quitó la envoltura, se lo metió en la boca y tiró al piso el “papelito” que le sobraba en la mano. La madre le dijo: “Qué es eso… recoge el papelito y tíralo en el cesto”. “Pero mami –argumentó el pequeño– si no se ve un cesto por todo esto”. “No importa –insistió la madre– guárdatelo entonces en el bolsillo o mantenlo en la mano hasta que aparezca un cesto”. El niño con cara de quien se encuentra con ET en el P1, le repostó a su progenitora: “Oye mami, aterriza. Ya tú regresaste de Europa. Estamos en Cuba”.
Pero el asunto interesante en lo que cuento es algo que no se reduce al comportamiento infantil. Me tocó esperar ante una puerta cerrada cuando tenía que estar abierta: una institución que presta servicios públicos en horario de 8:00 a.m. a 5:00 p.m. y eran las 8:15 a.m. y no había abierto. Cuando llegó la persona que allí trabaja, comenzó a preparar las condiciones de la oficina como si nada sucediera, como si tuviera el día entero para poner el lugar en disposición combativa. Viendo aquello uno de los “esperantes” le dijo: “Compañera está abriendo quince minutos tarde. La gente que está aquí tiene cosas que hacer. Por favor, pudiera apurarse un poco”. Y aquella le respondió: “¿Quince minutos… es tarde? Oye esto no es Europa. ¡Estamos en Cuba!”.
La tapa del pomo fue una noche, 12:00 a.m., frente al edificio donde vivo. Un carro con ocupantes. Las ventanillas abiertas. Obviamente esperando para entrar en el Karachi (un Club nocturno que el día que lo cierren las personas de mi barrio seremos mucho más felices). Y entonces audio a todo lo que da, rompiendo decibeles por segundo. Una discoteca sobre ruedas. “La conga” (excelente y pegajosa música, con un clip de primera), pero… me acerco. “Buenas noches compañeros. Son las doce. Para ustedes quizás es hora de bailar, pero para muchos en el barrio, es hora de dormir. Por favor, pueden bajar un poco el volumen”. Con un modo reconozco que educado y hasta amable me dice el conductor: “Profe, disculpe. Usted sabe cómo es esto. Estamos en Cuba”.
Alguien me podría explicar que quiere decir, “estamos en Cuba”.
La frase se repite una y otra vez en situaciones en las que se pretende justificar un comportamiento inadecuado: tirar papeles al suelo no es un problema (una falta de educación, una agresión al ambiente, un modo de contribuir a la multiplicación de la suciedad) porque “estamos en Cuba”; llegar quince minutos después de la hora no es llegar tarde porque “estamos en Cuba”; escuchar música en horas avanzadas de la noche con intensidad ensordecedora, sin pensar en los demás no es un problema porque “estamos en Cuba”. Agregue usted de su experiencia cualquier cantidad de situaciones comunes. Lo mal hecho se justifica porque “estamos en Cuba”.
Para nadie es un secreto el hecho de que existen ciertos prejuicios y estereotipos en lo que se refiere a la valoración de lo foráneo como mejor que lo nacional. Es algo que existe no solo entre nosotros los cubanos. Un amigo y psicólogo venezolano, fallecido hace ya muchos años, el Dr. José Miguel Salazar, hablaba del “síndrome de idusa” (Ideologías Dependientes de USA) para llamar la atención sobre cierta relación adictiva, valorativamente hipertrofiada, del latinoamericano respecto a todo lo que viene de los Estados Unidos de Norteamérica. Lo que viene de afuera, en especial de los Estados Unidos de Norteamérica, es lo mejor. “Es yuma”. Recuerdo cuando aparecieron a la venta televisores de la marca LG. Unos venían del exterior. Otros se ensamblaban aquí en Cuba. Eran los mismos modelos. El precio era el mismo. Pero muchos compradores no querían el “nacional”, sino “el que viene de afuera”.
Los prejuicios (distorsión cognitiva en el modo en el que los humanos percibimos la realidad –según la conocida “Wikipedia”) son formaciones psicológicas complejas. Se enraizan en una historia que nos antecede. Y aún así cuando entendemos su carácter perjudicial luchamos contra ellos y los superamos. A veces a nivel individual, otras a nivel de los grupos y las sociedades en su conjunto. En sentido general, los prejuicios no son intentos conscientes y voluntarios. Lo típico: “Yo no tengo nada en contra de los homosexuales, pero creo que no debería permitirse que anden por la calle como si nada”, “a mí no me importa que él sea negro. No es eso… es que mi hija se merece algo mejor”. La persona es consciente sobre todo del efecto del prejuicio, de la conducta que él condiciona. Pero no admite, ni para sí misma que es un prejuicio.
En este sentido, ellos son como sedimentos de obsolencia que luchan por sobrevivir y que el desarrollo humano en su indetenible avance terminará arrasando.
Pero hay algo que considero peor que el prejuicio. Y es la dependencia. La asunción consciente y decidida de una subvaloración de lo propio a favor de una apropiación acrítica y entreguista de lo ajeno. Es como hacerse consciente del prejuicio, defenderlo y hacerlo perdurar. Así lo testimonia el amigo escritor, ensayista, poeta, músico, profesor universitario, Guillermo Rodríguez Rivera en su excelente Por el camino de la mar o Nosotros los cubanos.
Recuerdo a esos burgueses cubanos de los cincuentas, los mismos que emigraron en la década del sesenta y eran extremadamente norteamericanizados. No porque oyeran a Elvis o a Frank Sinatra (a quienes siempre vale la pena oír), sino por subvalorar lo cubano, fueran los hábitos de comer o de vestir, la música de Matamoros o de Benny Moré, para no hablar de la poesía o del pensamiento filosófico, tan apreciados por nuestros burgueses del siglo xix, que necesitaban y prohijaban artistas, ideólogos y pensadores. Por regla general, los últimos burgueses cubanos ignoraban sus propias tradiciones, los propios signos de su identidad. No tenían un proyecto propio más allá de enriquecerse. Vivían, muchísimos de ellos, siendo los representantes en Cuba de grandes transnacionales norteamericanas y, todos, enmarcados en un esquema de vida regido por los Estados Unidos. En los años cincuentas, Carlos Puebla, cuando tocaba en La Bodeguita del Medio, escribió un cha-cha chá que satiriza la pérdida del idioma que se va produciendo en Cuba: Hoy la bodega grocery se llama aquí,/ la barbería hoy se llama barbershop; /al entresuelo hoy le dicen mezanine/y la azotea en penthouse se convirtió.
Volvamos ahora a nuestros “justificadores prejuiciosos” (vamos a creer que no hay intenciones de malsanidad mayor) ¿Qué creen estas personas que es Cuba? ¿Qué imagen tienen de cómo somos los cubanos? ¿Será que quieren convencernos con una “geriatría conceptual” obsoleta que estar en Cuba es como estar en un país desensibilizado por la amitriptilina? (en algunos lugares la amitriptilina es conocida como la droga del “no me importa nada”).
Sí que estamos en Cuba, y que no somos cubanos por casualidad. Tenemos muchas cosas buenas y no nos faltan cosas malas, cosas a mejorar. Pero, asumir comportamientos disfuncionales, irresponsables, irrespetuosos como “carácter nacional” es, cuando menos, un despropósito. Qué digo: es un acto de irrespeto, de irresponsabilidad, de inconsciencia (espero que sea inconsciente, que las personas no se den cuenta de lo que están diciendo).
Un asunto claro en el “estamos en Cuba” reside en su supuesto valor justificativo. Se sustenta en una lógica casi Aristotélica: “En Cuba todo es distinto. Si usted hace algo que hacen todos fuera de Cuba, entonces no está haciendo algo distinto. Por lo tanto no es de Cuba.” Entonces lo mal hecho, si es que se hace bien en todas partes, se justifica porque… “estamos en Cuba”. Casi parecería un acto de defensa a la identidad nacional. Pero no. Es exactamente lo contrario. Es una acto de menosprecio y de desarticulación de los valores identitarios. A nivel operativo, es el modo en que se declara que el individuo no es responsable.
En todo caso, no hace más que cumplir con la norma: todos oyen muy alto la música a cualquier hora del día, todos llegan tarde, todos tiran los desperdicios al piso. Pero no es una responsabilidad personal. Es un acto de “socialización de lo mal hecho”. ¿Se imagina a dónde se llega por ese camino?
Por otra parte me gustaría que pensáramos en una cierta complicidad de los críticos, “los que no hacen lo que se hace en Cuba”. La postura de no aceptación de los comportamientos inadecuados en ocasiones reproduce la inadecuación. La vía es la generación de un “pensamiento deformado” cuyo síntoma se expresa así: “Esto nada más que pasa en Cuba”.
Que un comportamiento sea incluso común, y lamentablemente muchos comportamientos inadecuados gozan de una repetición impresionante, no significa que generalicemos su presencia. Cuidado porque podemos estar en complicidad con lo que criticamos, con lo que no queremos aceptar. La variante “esto nada más que pasa en Cuba” como valoración crítica de los aspectos negativos, reafirma lo que el “estamos en Cuba” supone del lado del que se comporta inadecuadamente.
El general Resople de Padrón, en sus entrañables animados de Elpidio Valdés, representa el mirar despectivo y subvalorativo en su sentencia “¡Este país!”. Su eco puede escucharse en los que asumen como forma de distanciamiento individual la exclusión pero manteniendo la referencia básica.
La justificación, tanto de parte del actor como del crítico, es un modo de perpetuar el fenómeno. Por eso tiene que ser inadmisible. Puede que aceptemos que tenemos un modo de comportamiento bastante común. Justificándolo no hacemos más que reproducirlo. Criticándolo, no aceptándolo, no haciéndolo nosotros mismos, son las formas de desarticularlos.
Los rigores de la vida cotidiana, las muy difíciles condiciones en que se realiza la operativa diaria de la vida, la escasez, la insuficiencia, todo lo que conocemos que conforma el escenario de nuestra vida, no puede ser convertido en “escudo defensivo” de lo mal hecho. No hablo de ser perfecto. Hablo, sobre todo, de no aceptar como lógico la imperfección. Puede que usted llegue tarde a prestar su servicio por razones muy objetivas. Pero eso no le impide ser educado, pedir disculpas por la tardanza, intentar recuperar el tiempo perdido. Y eso, eso sí sería “estar en Cuba”, en la que queremos y aspiramos.
Usted lo sabe: no es correcto evaluar al todo por ninguna de sus partes exclusivamente. No es correcto ni justo asociar la imagen de los cubanos a ciertos comportamientos que dejan mucho que decir sobre nuestra educación, sobre nuestro comportamiento ciudadano. Pero no es menos cierto que se observa un deterioro de la disciplina social, de ciertas normas básicas de convivencia y esto no puede dejar de señalarse.
Denunciar, criticar, no aceptar que eso no es Cuba no es suficiente. Hay que pasar a la acción. Los padres, a seguir más de cerca el comportamiento de nuestros hijos. Los vecinos, a tener una acción más de compromiso con lo que se desea y se merece. Las instituciones, a ser exigentes, cuidadosas con el comportamiento ciudadano.
El exceso de velocidad puede producir pérdidas de vida, pero el exceso de mal comportamiento ciudadano puede producir pérdidas de los patrones y referentes de la cultura ciudadana y eso es, pérdida de la riqueza espiritual. Cuidado. Mucho cuidado. La defensa del alma cubana, su enriquecimiento y mejoramiento es deber elemental de todos los cubanos.