Vivo rodeada de hombres perfectos y no tengo modo de hacer valer mi opinión cuando de sus errores se trata. Por más evidencias que doy, la equivocación, en su mente, no tiene nada que ver con ellos. Es un imposible… El más perfecto de todos es mi marido. Cada vez que estamos discutiendo un problema y yo percibo que su análisis es incorrecto, y le digo «estás equivocado» me dice «¿equivocado yo?». Lo dice con un tono especial, es como si la posibilidad de que él se equivoque no exista… Por si esto fuera poco, le cuento que hace unos días mi jefe, inconsultamente además, tomó una decisión y dicho a lo cubano «metió la pata». Le mostré por todas las formas posibles que se había equivocado, y allá va el mismo tono, la misma frase: «Equivocado yo?»… Y ya, para colmo de los colmos. Mi hija pequeña tuvo un problemita en la secundaria con su maestro… yo sabía que la apreciación del maestro era errónea. Pero no lo desacredité con la niña. Me fui a la escuela y le expliqué con detalles que estaba equivocado. Y que cree usted que me dijo: «¿Equivocado yo?».
Esto fue lo que me escribió una persona, quien además decía:
“Es que todos los hombres son iguales”. ¿Qué quiere decir iguales, que no aceptamos que se nos señalen errores? Pues malas noticias, estimada amiga. Usted está equivocada. Y no me vaya a decir: “¿Equivocada yo?”. En primer lugar no todos los hombres son como usted cree que son. Quizás la mayoría, pero no todos. En segundo lugar, el asunto que usted nos trae, no es de género, aunque podamos observar algunas peculiaridades masculinas más o menos recurrentes. También hay mujeres, y otros grupos diferentes, que ante señalamientos de error salen con el “¿equivocado/da yo?”.
Corriendo el riesgo de “psicologizar” en exceso, puedo asegurar que el asunto puede ser sobre todo de autovaloración, de prejuicios, de representaciones sociales, seguramente tiene mucho que ver con la disposición al diálogo, a la búsqueda de una solución. Diría, en sentido general, que es sobre todo un asunto de actitud, de la forma en que ciertas personas afrontan situaciones en que se evidencia que han cometido algún error. Y por eso es importante entender este tipo de comportamiento en su relación con las peculiaridades psicológicas de algunas personas.
Aquí estamos ante un familiar cercano de “Don Perfecto”. Su lógica parece ser sencilla: yo no puedo estar equivocado, porque yo no me equivoco. Y no me equivoco porque hago las cosas perfectamente bien. Y aquí, probablemente, descubrimos el elemento psicológico fundamental que define a esta “familia” de personas: el uso de la perfección como escudo.
Pero la psicología invita a la sagacidad perceptual y a la construcción de otras formas de pensar que suponen que, ciertos tipos de comportamiento hablan en el lenguaje de los antónimos respecto a sus causas. ¿Qué le parece? El comportamiento de las personas en ocasiones expresa lo contrario de lo que sucede con la persona, y en este sentido cumple una función protectora, defensiva. Y digo el comportamiento incluyendo las formas de pensar y sentir.
Analice la siguiente situación, que presento como una analogía. Usted llama por teléfono a una compañera de trabajo que hace poco ingresó en su centro. Será su subordinada, digamos su secretaria. No hay confianza entre ustedes. Recién se están conociendo. Usted pasará por la casa de ella a llevarle unos documentos que tiene que revisar. Y ella, curiosamente, le dice: “Deme unos minutos antes de venir”. Bueno, no pasa nada. Si usted fuera psicóloga, pues, quizás se preguntaría: “¿Y para qué querrá unos minutos?”. Es más, usted es dueña de casa y tiene el discreto encanto del gusto por lo bello. Entonces piensa: “Seguramente quiere ordenar un poco la casa… pero si yo no voy ni a entrar. Solo le dejo los papeles y me voy”. Al final usted llega a la casa. Su nueva compañera le insiste en que entre. Y usted se maravilla al ver una sala en perfecto orden, todo en su lugar. Sala recogida, organizada. Lo mismo el comedor. Las sillas bien puestas alrededor de la mesa. En fin todo, absolutamente todo, en su lugar. Las puertas que dan acceso seguramente a los cuartos están cerradas y hay silencio. “Qué linda tu casa –comenta usted–. A mí también me gusta el orden. Se ve todo tan bien”. De camino a su casa usted se dice: “Se ve que es una persona muy organizada. Será una excelente secretaria”.
Pero allá viene el psicólogo y pregunta: “¿Cuántos niños tiene la compañera?”. “Tres” –responde usted– “¿Sabe las edades?”. “Sí. Son tres varoncitos. Uno de cuatro, uno de siete y otro de de doce”. Y ahí el escudriñador de anatomías subjetivas le pregunta: “¿Y no le parece raro que no había ni una pelota en el piso, ni unos papeles mal puestos, ni una libreta de la escuela fuera de lugar, ni una camisa tirada encima de una silla, ni un butaca descosida de tanto subirse encima de ella, ni el televisor encendido por gusto, ni…?”. “Pare. Pare. Me convenció”. No hay que trabajar en CSI para darse cuenta que “la escena” (que no es de crimen) ha sido cambiada. ¿Para qué? Para dar una buena imagen. Mostrar la casa que casi nunca, lamentablemente, puede ser. Y está tan cambiada que se transforma en lo contrario de lo que normalmente es.
Pues bien, de esa misma manera, el comportamiento humano en ocasiones “cambia lo que debía mostrar”. Y lo que nos llama a sospecha es la perfección. ¿Cómo puede ser que alguien no acepte que puede cometer errores? ¿Cómo puede alguien creer que nunca se equivoca? Quizás podríamos pensar, al menos hipotéticamente, que tras la perfección se esconde algo que esa persona no quiere mostrar. Probablemente no quiere mostrar ni a sí mismo. Entonces aparece la perfección como escudo.
¿Y quién se esconde tras la perfección? Pues podemos aventurar muchas respuestas. Y cada cual tendrá que indagar qué sucede en el caso que le preocupa, porque hablamos de psicología y no de rectas de cocina.
Tras el escudo de la perfección puede encontrarse un imperfecto.
Alguien que se sabe productor consuetudinario de errores y no quiere asumir uno más. Puede también ser alguien inseguro. La inseguridad, muy comúnmente, se convierte en motivo de no aceptación de equívocos personales. El que subvalora, el que se siente y se cree menos que los demás puede crear este “caparazón defensivo” de la perfección para que su dificultad valorativa no le duela tanto. Se escuda en la perfección el temeroso, el sexista (machista o feminista); es decir, el que sí, por un asunto de género prejudicialmente comprendido, no puede aceptar que desde el lado opuesto le denoten debilidad alguna. ¡Vaya noción de género y de debilidad!
De más no está decir que los prepotentes, los carentes de la más mínima capacidad de autocrítica afloran su dureza en un escudo protector que lo que hace es sustentar su autovaloración, ahora no minusválida, sino aumentada en exceso. Según una “ley del funcionamiento psicológico”, si una persona da por real algo, digamos su capacidad para hacerlo todo bien, esto intentará confirmarse en su comportamiento. En el caso que nos ocupa, no aceptará errores. Con lo que su visión, su creer que lo hace todo bien, quedará justificada.
Más de lo mismo sucede con quien no está dispuesto al diálogo. Con quien funciona por el principio del poder (en nuestro caso pudiera ser la arquetípica frase: aquí el que manda soy yo –el marido, el jefe, el maestro).
La conocida sentencia según la cual “errar es humano” o bien es falsa, o bien supone que no hablamos de seres humanos cuando descubrimos estos tipos. Y si seguimos a su corolario: “Si errar es humano, más humano aún es rectificar”, entonces son menos humanos todavía. Lo cual claro que no es cierto. Son humanos, pero como Don Perfecto, con un error de base: no aceptan ni como posibilidad el equivocarse.
Ahora quizás queda claro por qué nuestra atribulada compañera nos dice: “Por más evidencias que doy, la equivocación, en su mente, no tiene nada que ver con ellos. Es un imposible”. Y claro el asunto no es de explicaciones, evidencias, argumentaciones. Va por otro camino. Y para entenderlo, y sobre todo para intentar encontrarle una mejor solución a las situaciones que se crean, como diría un viejo cantante, Kino Morán, hay que tener psicología.
No siempre es analizando su derecho a tener la razón lo que al final le llevará a que se la den. No es siempre desde su derecho que la otra persona comprenderá su error. Usted puede esgrimir muchos argumentos, presentar muchas evidencias, y aún así no se salvará de la cantaleta: “¿Equivocado yo?”. Piense que habría otras formas de acercarse a entender y buscar solución a la situación. Dándole seguridad al inseguro podemos ayudar a la solución del problema, dándole valor a quien se subvalora podemos encontrar la solución, reforzando las perfecciones del imperfecto ayudamos a la solución. Estas son extensiones de la psicología que le aseguro mucho le ayudarán.
Avanzar en el “modelo psicológico” de análisis de las causas suele ser muy productivo en muchas condiciones de nuestra vida. Recordando siempre que todos los secretos de la conducta humana no los puede descubrir la psicología. Sobre todo, porque no son todos de carácter psicológico. Lo que parece estar claro es que, para afrontar productivamente, para favorecer el cambio de otra persona, no siempre vale centrarse solamente en el análisis de “derechos”, o en análisis de “evidencias”. Hay que contar con la psicología, hay que llegar al menos a una comprensión primaria de la realidad psicológica que subyace a una actitud manifiesta, al comportamiento que se muestra. Usted dirá: “Pero yo no soy psicóloga, yo no soy psicólogo…” Y yo le comento que, no ser psicólogo no quiere decir que no tengamos conocimientos de psicología que podamos aplicar en nuestra vida cotidiana. Le aseguro que ¡Vale la pena!