Berthold Mansfred, psicoanalista suizo de izquierda, un día apareció en La Habana sin irse de Suiza y pretendió en un teatro lleno de estudiantes y profesores de la Facultad de Psicología enseñarnos nuestro himno nacional, deambulando por no sé cuál simbología freudianista que él descubría con la supuesta exactitud de los relojes de su tierra. Algo similar, aunque en otra cuerda, sucedió con Moncho, el gitano del bolero, a quien no le bastó tener en Cuba la notoriedad que solo había conseguido en su familia, y cometió la osadía de invitarnos a bailar con los versos sencillos de Martí –vamos que esto se pone sabroso– en un gesto de bastante mal gusto y de total ignorancia.
En Lima decían que nadie sabía tanto de la Habana Vieja como Sonia, una turoperadora peruana que para vivir del cuento no estaba mal, pero de haber pisado los predios indisolublemente ligados a nuestro insigne y querido historiador Eusebio Leal se hubiera percatado de que “del dicho al hecho va un trecho” (largo largo para el caso que refiero). Para sumar otra, un destacado pedagogo europeo, cuyo nombre prefiero no recordar, después de una estancia de cinco días en La Habana, que consistió básicamente en un viaje diario de ida y vuelta del Tritón al Palacio de las Convenciones y dos horas de visita en una escuela, de regreso a su país tuvo la desfachatez de afirmar: “Me queda claro lo que pasa en la Isla y la solución es evidente, Cuba lo que necesita es una didáctica de la preparación global para resolver los problemas aún no resueltos de la educación”. Nada que la Sociedad Cubana de Pedagogía, los miles de profesores y maestros titulados del país, los metodólogos, asesores, dirigentes y otro personal de la educación estamos pensando en las musarañas o somos “zurdos jugando a la derecha”. ¡Mira qué no habernos dado cuenta antes!
Se trata, por una parte, de una peculiaridad del psiquismo humano, y por otra de algo que pasa especialmente con nuestra Isla. Es cierto que muchas personas en diversos campos de la producción científica, social y cultural, apoyándose en apenas un superficial contacto con la vida de los cubanos y sus instituciones, se sienten verdaderos especialistas, “cubanólogos de alta talla” y además con respuestas para cada uno de los problemas que los de aquí tenemos. Obviamente no me refiero a personas que mantienen un contacto estable con nuestro país, que están ampliamente informados de lo que hacemos y nos hacen, personas que con su saber, con su “mirada desde la media distancia” nos aportan mucho. Hablo de los que nadan solo en la superficie y, no sé cómo lo logran, sin “mojarse”.
¿Cuál es la magia que encierra nuestra Isla que hay tantos que desde la distancia o desde ese mirar efímero asumen esa actitud de creer saber más y mejor sobre ella, que los que aquí nacimos y la hacemos renacer cada día? Un amigo, psiquiatra argentino, me dijo: “Es que para todos nosotros, Cuba es la capital de las ilusiones”. Y claro, las ilusiones se construyen con una idea de perfección. A Olyas Suleimenov, escritor kazajo, le escuché decir: “Cuba es un pedazo de nuestra esperanza”.
El más cubano de los brasileños y más brasileño de los cubanos, Helio Dutra, decía que nuestra isla es como una picada de “tse-tse”: te pica y te hace soñar con ella para toda la vida. Juan Formell, con su proverbial sabiduría popular, probablemente me respondería: “Es que Cuba tiene guararei”.
Cuando tal actitud viene acompañada de una intención cristalina amistosa, de solidaridad, de participar al menos con opiniones, en el duro bregar de los cubanos por tener un país mejor, hasta el mejor bateador “se pasa con bola”. Uno entiende que lo fundamental en estos casos no son las palabras, sino las emociones, la relación afectiva simbolizada en una u otra opinión. Incluso se tramita un intercambio de experiencias, de puntos de vista, de conocimientos, que resulta enriquecedor. En estos casos reflexionas, agradeces educadamente y hasta conservas en memoria. Cuando por el contrario, la actitud viene escondiendo la desidia, la crítica malsana, la comparación malintencionada además de desinformada, entonces repeles cerrando filas. Y bien sabemos que más de uno se aferra a las lógicas y comprensibles dificultades de un país como el nuestro para promover elucubraciones beligerantes con claras metas de separación, aislamiento y para evitar el temor que les produce la irradiación de la verdad incuestionable.
No estamos lejos todos los seres humanos de correr una suerte similar a la que he referido antes tomando como “rehén participante” a nuestro querido caimán. ¿No ha vivido usted alguna situación en la que una persona apenas sin conocerlo y sin tener más información que algún que otro chisme o historieta transformada de boca en boca hace una evaluación sobre su persona y hasta define para usted cuál sería el camino correcto de su existencia? ¿No se ha tropezado usted con alguien que cree saber de su vida más que usted mismo y solo tiene un título de “nadador de orilla”? Seguramente que sí.
Los seres humanos, en la metáfora psicológica propuesta por el psicólogo George Kelly, somos científicos incansables que estamos constantemente construyendo hipótesis sobre lo que nos rodea, incluyendo a las otras personas. León Festinger, otro colega de profesión, lo decía a su manera llamando la atención sobre la incapacidad humana para la incongruencia. Todo lo que resulta incongruente a nuestra percepción o cualquier laguna de información que en nuestras representaciones tengamos, tendemos a “llenarla” o a dotarlas de congruencia con elaboraciones propias. Por lo general estas son “elaboraciones de situación”. Algunas felizmente las modificamos profundizando el conocimiento. Otras las mantenemos hasta convertirse en auténticos prejuicios.
Muchos de los que ya van por encima de los cincuenta años de vida recordarán en su pasado reciente que era muy común representarse la tierra en los tiempos de su formación con la presencia de los grandes saurios y los seres humanos. La fantasía de Spielberg que juntó a hombres y dinosaurios en sus parques jurásicos ya tenía antecedentes voluminosos en las centenas de representaciones de épocas anteriores, en las que se juntaban los reptiles con los homosapiens, dando lugar a la extendida idea de que los hombres de antaño se podían alimentar con carne todo el año con apenas derribar a un cuello largo. Formación de opiniones de superficie que hasta dañan la comprensión de la realidad.
El derecho a opinar es inalienable. Pero tal privilegio debe ir acompañado de responsabilidad. Una opinión irresponsable puede ser generadora de efectos nada deseables. No es correcto, ni sano, estar emitiendo opiniones sin percatarnos del efecto que puedan tener. Nuestro derecho a decir, no puede afectar el derecho del otro a ser respetado y reconocido. Especialmente cuidadosos tenemos que ser cuando nuestras opiniones son fomentadas por una experiencia personal, pero convertidas en generalizaciones. Y si se trata de lo que se conoce como un líder de opinión, una persona a quien por su autoridad y reconocimiento los demás le concedemos una aceptación favorecida de sus opiniones, entonces la responsabilidad antecede al derecho. Es probable que quien emite la opinión piense: “Yo solo doy mi opinión, y el que la escucha es quien tiene que sacar sus propias conclusiones”. Y sí, también nosotros tenemos que ser cuidadosos con las opiniones que escuchamos, con repetirlas sin fundamento, con opinar sin saber muy bien sobre lo que opinamos.
Que las opiniones existan, no quiere decir que todo lo expresado en una opinión sea cierto. Entre la opinión y la ciencia hay al menos tres grandes diferencias: un conocimiento profundo y documentado, un procedimiento para verificar lo que se sabe y una práctica que testimonia la adecuación entre lo que se piensa y lo que es. Claro que no vamos a pedir ciencia dura para la vida cotidiana, para el día a día de nuestra existencia. Pero sí podemos considerar algunas distancias a respetar: entre la opinión de superficie y el conocimiento están el respeto, la humildad y el sentido común.
Las evaluaciones de superficie ni son buenas consejeras ni son buenas aliadas de nuestras relaciones interpersonales. Ellas no son más que primeras impresiones, pero no impresiones de primera. En lugar de creerse dueño de la verdad, comparta la condición de ser explorador. En lugar de dictaminar sugiera y escuche sugerencias. En lugar de evaluar comente, dialogue, intercambie. Así, en lugar de hacer el ridículo o ganarse una imagen de charlatán diletante, podrá convertirse en un amigo, en una persona a quien se respeta y escucha. Y no olvide que si se trata de Cuba, esta es una Isla con mucho aché.