Enemigos inadvertidos

Manuel Calviño

Confieso que cuando leí este texto por primera vez pensé: “No hace falta hacer comentario alguno. El texto habla por sí solo”. Lo incluyo aquí tal y como lo encontré en una “web”.

Cuentan que una vez el Odio, que es el rey de los malos sentimientos, los defectos y las malas virtudes convocó a una reunión urgente con todos los malos sentimientos. Cuando estuvieron todos, habló el Odio y dijo: «Los he reunido aquí a todos porque deseo con todas mis fuerzas que maten a alguien… quiero que maten el Amor».

El primer voluntario fue el Mal Carácter: «Yo iré, y les aseguro que en un año el Amor habrá muerto, provocaré tal discordia y rabia que no lo soportará». Pasado el año todos se decepcionaron del Mal Carácter: «Lo siento, lo intenté todo, pero cada vez que yo sembraba una discordia, el Amor la superaba y salía adelante».

Se ofreció la Ambición: «Desviaré la atención del Amor hacia el deseo por la riqueza y por el poder». Atacó duro a su víctima quien, efectivamente cayó herida. Pero después de luchar por salir adelante renunció a todo deseo desbordado de poder y riqueza, y triunfó.

Furioso por el fracaso el Odio envío a los Celos, quienes burlones y perversos inventaban toda clase de artimañas y situaciones para despistar al amor y lastimarlo con dudas y sospechas infundadas. El Amor confundido sufrió, pero no quería morir y con valentía y fortaleza se impuso.

Año tras año, el Odio siguió en su lucha enviando a sus más hirientes cómplices, envío a la Frialdad, al Egoísmo, a la Indiferencia, incluso a la Enfermedad. Pero todos fracasaron porque cuando el Amor se sentía desfallecer tomaba de nuevo fuerza y todo lo superaba.

El Odio convencido de que el Amor era invencible les dijo a los demás: «No hay nada que hacer… el Amor ha soportado todo, llevamos muchos años insistiendo y no lo logramos»… De pronto de un rincón del salón se levantó un desconocido que había pasado inadvertido. «Yo mataré el Amor», dijo con seguridad. El Odio, ya sin creer en tal posibilidad, dijo: «Hazlo».

Un tiempo después el Odio convocó a todos y les comunicó: «El Amor ha muerto». Todos estaban felices, pero sorprendidos. Se preguntaban quién era aquel que había logrado lo que tantos y tantos malos sentimientos no pudieron hacer. Entonces el Odio preguntó: «Quién eres que entraste a la casa del amor inadvertido y lo eliminaste por completo, sin que se diera cuenta y sin que hiciera el menor esfuerzo para vivir. ¿Quién eres?».

El desconocido que había pasado inadvertido mostró su rostro y dijo: «Soy la Rutina».

Impacta la lectura de este texto. Entre otras cosas, porque cuando miramos nuestro día a día encontramos una buena cantidad de rutinas en nuestra vida. Unas veces les llamamos “hábitos”, otras “costumbres”; pero en esencia, el tema es una cierta manera de hacer algo usualmente, y de forma mecánica. En palabras de un diccionario, la rutina es la “costumbre inveterada, el hábito adquirido, de hacer las cosas por mera práctica y sin razonarlas”. La rutina nos libera del pensar consciente, y por ende nos quita el sentir. Produce economía del pensar y eficacia del hacer. Nos libera del consumo de conciencia, porque es algo que se hace, podemos decir, sin conciencia.

El texto que nos sirve de motivo, habla de la rutina instalada en el amor. Y no nos deja lugar a la duda: la rutina puede acabar con el amor. El amor no resiste la rutina. ¿Cómo puede ser rutinario un sentimiento que se renueva en cada encuentro con su objeto de realización? ¿Cómo puede ser rutinario un vínculo que se actualiza al contacto con su par? En el amor no puede ser por costumbre, no puede ser una mecánica carente de conciencia, carente de sentir. Y si fuera así, es porque el amor ya no está. Alejemos la rutina del amor, de las cosas que amamos, y estaremos cultivándolas, cuidándolas, haciendo que se mantengan vivas. Todo aquello que es fundamental, que da sentido a nuestra vida, no ha de convertirse en un proceso rutinario. Porque deja de tener sentido. Deja de asociarse al placer.

Pero creo que es legítimo preguntarse ¿cuán desastrosa o no es la presencia de rutinas en nuestra vida? Y ahora, pensando en más allá (o más acá) del amor, la respuesta que quiero proponerle, para que la analice y la haga suya, es sencilla: depende. Y entonces viene la otra: ¿depende de qué? Depende de dónde se instala la rutina.

Imaginemos por un momento que no tuviéramos ciertas rutinas. Creo que es difícil hasta imaginarlo. Estoy diciendo que intentemos imaginar que todo lo que pasa en nuestro diario bregar por la vida tuviera necesaria e inevitablemente que pasar por la conciencia. Saque usted la cuenta de todo lo que hace día a tras día, todos los días, sin apenas darse cuenta. Es mucho. Muchísimo. Y esas rutinas van desde prácticas higiénicas, hasta operaciones domésticas, pasando por movilidad,
alimentación, ejercicio de responsabilidades, en fin, de todo.

Entonces hay rutinas necesarias, útiles, que resultan ser tremendamente ventajosas para nosotros. Rutinas que nos dan protección. Rutinas que nos permiten una organización tal, del amplio cúmulo de actividades que hacemos, que se maximiza el mejor empleo del tiempo. Rutinas que nos liberan del esfuerzo mental sostenido, agotador, o que nos permiten concentrarlo en cosas que son fundamentales para nosotros y no “gastarlo” en otras sin mucha significación. En este sentido no solo agradezcamos a las rutinas que tenemos, sino pensemos en la importancia de incorporar rutinas en nuestra vida. Sobre todo allí, donde hay cosas que debemos hacer por disciplina, cosas que no son de nuestro agrado, las rutinas pueden ser aliadas muy eficientes.

Rutinas buenas. Rutinas malas. Y probablemente el alerta es el tedio. La sensación de hastío. Cuando estos sentimientos aparecen nos llaman la atención sobre la posible instalación de una rutina donde no debería estar; nos llaman la atención sobre una sobrecarga de rutinas, que son buenas y necesarias, pero por su abrumador volumen, no están dando espacio a cosas fundamentales que se desean, se quieren, se necesitan. Entonces hay que romper rutinas, hay que cambiar rutinas, hay que abrir las puertas al cambio.

Las rutinas pueden ser enemigos inadvertidos. Pero la falta de rutinas también. Como todo en la vida, lo que tenemos es que saber decidir cuándo sí y cuándo no, para que sí y para que no. Rutinas que cercenan nuestra capacidad de sentir profundamente el placer de compartir, de amar, de soñar, que obstaculizan el despliegue de nuestra creatividad, que nos llevan por el camino del tedio y el hastío, son rutinas que no necesitamos. Rutinas diseñadas a la medida de las operaciones de sustentación de la vida cotidiana, que en vez de ser una carga o una prisión, son una forma de hacer los días más productivos, son buenas rutinas. Tener rutinas puede ser un modo de no caer en rutinas. Mi propuesta es clara: tener rutinas sin vivir de forma rutinaria.