Fue en septiembre del año pasado (septiembre es un mes muy significativo para mí, como padre y como profesor: comienzan las clases). Una persona se me acercó y a quemarropa sin darme la más mínima oportunidad de salvarme de un improvisado diálogo me dijo: “¿Usted sabe cuál es la diferencia entre estar de vacaciones y no estar de vacaciones?”. Le respondí: “Sin duda alguna sí”. “Es más –le comenté– puedo hacerle una pequeña lista de diferencias: el uso del tiempo es distinto, las rutinas diarias también son diferentes, la noche se hace un poco más larga..”. Pero me dijo que nada de eso era lo esencial. “La diferencia fundamental son las preocupaciones: empiezan las vacaciones se acaban las preocupaciones. Se acaban las vacaciones, oiga inmediatamente comenzaron las preocupaciones”.
Estar preocupado. Sentir un estado de intranquilidad, temor, angustia o inquietud por algo que ha sucedido, que está sucediendo, o pensamos que está por suceder. Es algo tan conocido por todos que no necesita más clarificación. Algunos especialistas señalan la aparición de preocupaciones como un momento fundamental en el desarrollo y maduración psicológica de las personas. Las preocupaciones, al margen de su acompañamiento emocional, casi siempre de valencia negativa o ambivalente, reflejan un cuestionamiento y por tanto, el interés de las personas acerca de las cosas que son significativas para su vida y de cómo estas son afectadas por otras situaciones, comportamientos, personas. Solo nos preocupa lo que nos interesa, lo que hace resonancia en nuestra sensibilidad personal.
De modo que las preocupaciones no son cuestiones de las que debemos deshacernos sin más. Son como un llamado de atención.
Algo importante para nosotros está ocurriendo y nuestro dispositivo psicológico nos está dando la señal. Una conocida máxima dice: “No hay que preocuparse, sino ocuparse”. Y es cierto. Pero la preocupación es también ese llamado de alerta y ese período en que antes de accionar nos construimos el escenario, un plano de la situación. Las preocupaciones son, desde esta perspectiva, sucesos lógicos y comprensibles. Estados propios de nuestra relación con el mundo.
Pero no es menos cierto que aparecen, sobre todo, cuando de alguna manera consideramos que las cosas no están sucediendo como deberían, cuando sentimos que ciertas situaciones escapan a nuestro control. Es un alerta de que algo no anda bien. Por eso siempre están teñidas de una sensación de incomodidad, desagrado. Nacen con una connotación emocional negativa. Y, si no se les maneja adecuadamente, pueden promover desde estados de desasosiego intenso, que afectan sensiblemente nuestra estabilidad, nuestra armonía subjetiva, hasta pensamientos catastróficos cuyo desenlace puede ser fatal. Son, precisamente, las preocupaciones excesivas las que debemos evitar. Esas que interfieren nuestras relaciones, nuestro trabajo, que no nos dejan disfrutar, son las que tenemos que combatir.
Estaba La Muerte caminando hacia la ciudad una mañana, cuando se le acercó una persona y le preguntó: «¿Qué va usted a hacer a la ciudad?». «Vengo a llevarme a 100 personas», le respondió La Muerte. «¡Pero qué horror!», dijo el hombre. «La vida es así –afirmó La Muerte– eso es lo que hago». El hombre se apresuró para llegar a la ciudad antes que La Muerte
y le anunció a todos los planes de esta. Al ponerse el sol, el hombre se encontró a La Muerte nuevamente. «Usted me dijo que sólo se iba a llevar a 100 personas. ¿Por qué entonces murieron 1 000?». «Yo cumplí con mi palabra –respondió La Muerte– las preocupaciones se llevaron a los demás».
El Comité Nacional de Salud Mental de los Estados Unidos testimonió que la mitad de las personas en los hospitales se preocupan crónicamente y esto no siempre favorece la eficacia de los tratamientos. Es conocido que los excesos de preocupación son responsables de un estado tal de estrés que puede repercutir de forma muy severamente en la salud de la personas y favorece molestias como migrañas, artritis, cistitis, colitis, dolores musculares, úlceras, trastornos digestivos y otros. Pero hay otras manifestaciones.
Una reunión en el trabajo terminó de un modo un poco molesto para usted. Examina sus intervenciones y le entran dudas: «Habrá quedado clara mi posición? ¿Habrán entendido lo que quise decir?». Va pensando en esto todo el camino de regreso a su casa. Choca un par de veces. Ni disculpas pide. Se le olvida que tenía que ir a buscar el pan. En la puerta las llaves no aparecen: «¿Las habré dejado en el salón de reuniones?». No recuerda. Pero aquello le engancha otra vez: «Es que creo que no logré decir todo lo que quería… ahora los compañeros pensarán que no los valoro». Entra.
Su hijo le muestra las notas de los exámenes. Le dice cualquier cosa para no frustrarlo. Pero está pensando en otro asunto. En la reunión, lo que dijo, lo que no dijo, lo que estarán pensando los demás. Le pasa por al lado a su mujer y le da un hola de cortesía. Ella lo mira extrañada y le pregunta: «¿Te pasa algo?». Usted no le responde. Usted está pensando en el monotema:
la reunión, lo que pasó, las posibles consecuencias. Ella le pregunta lo mismo tres veces. Pero usted no se da cuenta. Al final: «Oye te estoy preguntando qué te pasó». Le minimiza el asunto. «No es nada». Se da un baño con la certeza de que el agua se lleva hasta las preocupaciones. Pero siguen ahí. Se sienta frente al televisor. Pero todo le conduce a lo que ya es casi una obsesión. Se va a dormir. Da vueltas en la cama. No logra quedarse dormido. «¿Será que la semana que viene me dejarán aclarar la situación?». Y hoy es viernes. Y queda el sábado. Y el domingo. Y… «¿habrán entendido?, ¿estarán molestos?, ¿podré aclarar la situación?, ¿qué podrá pasar después?».
Excesiva preocupación y en condiciones en que no podemos hacer nada (de cualquier manera tendrá que esperar al lunes). Preocupaciones que no conducen a nada, o casi nada “que no es lo mismo pero es igual”. Y ¿cómo deshacernos de las preocupaciones que no conducen
a nada? Un importante psiquiatra austriaco, que había vivido experiencias verdaderamente traumáticas y conmovedoras en su vida nos da una clave: “Hay algo que ni la más terrible situación es capaz de arrebatar a un ser humano: su libertad para escoger qué actitud asumir ante cierta circunstancia”. Algunas actitudes multiplican las preocupaciones. Otras las reducen sensiblemente.
Si usted se deja llevar por la dinámica de la preocupación. Si asume la actitud de ensimismarse, de concentrarse en usted mismo y no escuchar lo que las otras personas le pueden estar diciendo, será víctima esclavizada de la preocupación. Una clave para salir de este “hundimiento previsible” está en dar entrada al otro, no solo como opinión, sino como “distractor” (aquello que logra distraernos, descentrar nuestra atención). Cuando inmersos en una preocupación que está a punto de embargarnos nos hacemos cargo de la escucha del otro, de su demanda, de lo que quiere o le interesa, estamos descentrándonos de la casi obsesionante preocupación. Esa persona que usted puede creer que lo está importunando justo en el momento en que su preocupación es su único pensamiento, en realidad puede ser su tabla de salvación.
Un interesante texto dedicado al combate contra las preocupaciones impertinentes aconseja “asumir pérdidas”. Esto quiere decir, dicho en la jerga musical regguetoniana “lo que pasó pasó”. No hay marcha atrás. Entonces: ¿qué consecuencias tendré? No hay otra que asumirlas.
En vez de cultivar la previsión de los efectos, dedíquese a reforzar la confianza en su capacidad para afrontar lo que fuere necesario y hacerse responsable de lo que venga. Y este, además, es un excelente modo de
poner un límite a las preocupaciones. Obvio, una vez que hemos definido las consecuencias probables y aceptamos que las afrontaremos, estamos poniendo un límite: ya no hay de qué preocuparse. Por cierto, aunque todos sabemos que el todo no es la suma de sus partes, la
mayoría de los todos pueden dividirse en partes. Y recordemos que “divide y vencerás”. Con las preocupaciones no hay que hacer una excepción. Divídalas en partes, analice cada parte con afán de establecer límites
y de asumir consecuencias y “abracadabra”: las preocupaciones se irán desvaneciendo.
Al final, sabemos que vivimos en un mundo incierto, donde los cambios en algunas esferas de la vida se suceden con velocidad asombrosa (en otros, lamentablemente, solo se ve estancamiento). Sabemos que no tenemos la “llave de los rayos” en nuestras manos, no somos ni podemos decidir inexorablemente el rumbo de todos los acontecimientos de nuestra vida. Lo imprevisto, lo casual, lo insólito, forman parte de nuestro diario accionar. Entonces, no hay de otra: es imprescindible aprender a tolerar un poco de incertidumbre. Esta también tiene su encanto y es una buena oportunidad para poner a prueba nuestra capacidad de improvisación y de reaccionar con rapidez.
No les falta la razón a los que consideran que: “Las preocupaciones son, y siempre serán, una enfermedad del corazón, pues sus comienzos señalan la pérdida de la esperanza, de mejores posibilidades”. Solo haría una precisión. No son las preocupaciones, sino los excesos, las preocupaciones excesivas, las que nos embargan, las que nos esclavizan y nos atrapan en redes de malestar. De esas tenemos que librarnos. Una batalla contra los demonios que no termina sino con la paz y la tranquilidad espiritual.
Entonces no dé entrada a los excesos de preocupación. No son una buena compañía, no solo por el malestar que nos generan, sino porque no nos dejan valorar las cosas en su justa dimensión. Pero si ya la preo-cupación se ha instalado, entonces piense en positivo. Reconozca que usted puede hacer algo, que puede hacer mucho. Recuerde siempre: “Puede que no esté en sus manos cambiar una situación que le produce preocupación, pero siempre podrá escoger la actitud con la que afronte esa situación”.