Anda, pero no funciona

Que las apariencias en ocasiones engañan es algo que poco lugar deja a las dudas. Conocemos muy bien el efecto confusional de las apariencias: por ser casi siempre aquello con lo que tenemos contacto primariamente, y además por esa tendencia a la generalización precipitada de la que somos cómplices en más de una ocasión. El engaño de las apariencias nos hace creer cosas que no son. Y muchas veces tras las apariencias engañosas no hay nada de lo que creíamos, de lo que nos representamos.
Hace poco me encontré a una persona que llevaba meses esperando por el arreglo del elevador de su edificio. Me quería invitar a su casa, pero me había dicho: “Un doce plantas sin elevador… por la escalera… mi herma, yo sé que te viene bien hacer un poco de ejercicios, pero no tanto. Mejor te visito yo a ti”. Cuando nos encontramos, obviamente le pregunté por el estado de su ascensor. Quería yo saber si había novedades. Y él, con rostro inteligente y voz contundente, me contestó: “Más o menos lo arreglaron”. “¿Cómo más o menos? –intenté precisar yo. “¿Anda o no anda el elevador?” A lo que mi ocurrente amigo me respondió: “Andar, Anda. Pero no funciona”.
Toda una lección de perspicacia, y una invitación de alto calibre. Anda, pero no funciona, no es ni más ni menos una realidad con la que tropezamos con bastante frecuencia en nuestra vida. Tanto que a veces creemos que las cosas “van”, y en realidad “no van”. Pero nosotros seguimos aferrados a la idea de que sí, que van. Ubiquemos algunas referencias, antes que los suspicaces se vayan por la tangente…
que también está dentro del panorama.

Una persona compra un refrigerador, marca… (discreción). En el momento de la compra, mientras le llenaban la documentación, le comentaron que tenía varios meses de garantía. Que debía guardar los documentos y el vale de compra, porque «en caso de necesidad…», aunque “no se preocupe, que salen bastante buenos» –dijo la vendedora. Y luego agregó: «De todas forma, la dirección del Centro de Atención a Garantías está aquí en este papel… cualquier cosa que pase, que no tiene por qué suceder, usted va allí que le resuelven lo que sea, y no tiene que pagar». Unas 72 horas después de efectuada la compra y de puesto a funcionar el equipo, este se detiene de un modo sospechoso. «Marta, ¿se fue la luz?». «Cómo la luz, Gervasio, no ves que todo está prendido». «Oh, oh» –dice gravemente preocupado el cliente. Efectivamente.
Preocupación justificada. Todo indica que tendrá que ir a reclamar al Centro de Atención a Garantías.

Llega Gervasio al Centro. En la recepción hay un letrero que dice algo así como: «Nuestra Misión es ser el mejor centro de garantías del planeta. Resolver de manera inmediata todas las quejas y solicitudes de nuestros clientes. Que usted nos prefiera… Nuestros valores: el profesionalismo, la amabilidad, la capacidad de solución inmediata». Esto lo reconfortó un poco. Al contar lo sucedido a quien lo atendió este
le dijo: «Tiene que traer el equipo». «Compañero –dijo Gervasio– ¡es un refrigerador!». El misionero (entiéndase, el que supuestamente cumple la Misión del centro y es portador de los valores), le pide al cliente que le cuente que pasó. «Estaba caminando y enfriando bien. Pero de pronto se paró, y ya». Con rostro entre detectivesco y hastiado, el trabajador pregunta: «¿Usted puso el equipo en la 220?». «No» –dice Gervasio.
El otro prosigue con un interrogatorio: «¿Lo dejó caer y se golpeó durante el traslado? ¿Usted estuvo tocando algo atrás del equipo? ¿Trató de sacar la bandeja de hielo con un cuchillo? ¿Dejó la puerta abierta mucho rato?» «No. No. No. No» –dijo Gervasio una y otra vez. «Simplemente dejó de funcionar de repente».

Ahí el Doctor en Ciencias de la Refrigeración sentenció: «El motor se fue del aire. Ya nos ha pasado con otros. El suyo me dijo que era… (discreción). ¡Uhm! Esos no han salido buenos». Un dolor en el centro del pecho atemorizó a Gervarsio. Se irradió a su brazo izquierdo.
No es para menos. Con el precio que cobran en la tienda, y lo difícil que es conseguir los cuc para compararlo. «Esto no me puede estar pasando a mí» –murmuraba el pobre hombre. «¿Y ahora qué? –preguntó el semi infartado– ¡Estoy en garantía!» Y ahí, en franca actitud de llegamos al límite, el técnico dice: «Sí. Su equipo está en garantía. Pero no nos han entrado motores de repuesto. Y tenemos un atraso en la reposición
de unos ocho meses. Mire, llene este formulario, y llame por teléfono de aquí a cuatro o cinco meses para saber cómo va la cosa».
El taller “anda” –está abierto, paga salarios a los trabajadores, tiene aire acondicionado, en fin, anda. Pero “no funciona”. No resuelve lo que tiene que resolver. No cumple con su misión.

Pero no nos contentemos con las “ajenidades. La “ajenización” (esto es un neologismo mío) de los problemas, esa tendencia a “ver la paja en el ojo ajeno” no solo nos ciega ante los nuestros, sino que nos detiene, y termina por ahogarnos en nuestras propias dificultades.

¿No suceden cosas similares en algunas familias? ¿No existen familias disfuncionales, que no funcionan como familias? ¿No pasan estas cosas en algunos centros de estudio, de trabajo? ¿No hay relaciones amistosas que pudieran esconder ausencia de amistad real? ¿Y qué decir de esas parejas que “van tirando”? Cuántos ejemplos pudiéramos presentar. Usted mismo ahora puede agregar desde su experiencia el testimonio de cosas que andan pero no funcionan. Y quizás, si las detenemos en el tiempo, hasta nos impresionan bien. Porque en la superficie, en la imagen que proyectan hacia el exterior, van bien. Pero, cuando vamos a las esencias, cuando hurgamos un poco en su interior nos damos cuenta que no hay más que vacuidad.

Los grupos humanos, las relaciones interpersonales, también contienen una tendencia inercial. Parece difícil lograr, instalar, producir, una relación. Pero cuando se logra, ella entra en un movimiento casi perpetuo. Generalmente ese movimiento “circular” (en el mismo lugar) y “uniforme” (semejante y sin escollos) solo lo pueden romper las desavenencias estridentes (de intensidad media, alta). Observe usted mismo. Un matrimonio ha perdido su sentido, el sentimiento original que los unió, se ha extinguido. Cada uno está metido en lo suyo. Se respetan, se ayudan, pero hasta ahí. Ambos incluso se sienten mal, insatisfechos, pero no hacen nada, al menos conscientemente, para salir de la situación. Pero un día sucede un elemental disturbio y solo entonces sobreviene el cambio (desde “esto se acabó, me quiero divorciar”, hasta “esto no puede seguir así”). Puede ser una comida que se atrasa, un baño menos limpio que lo usual, la telenovela. En fin, no importa la naturaleza del disturbio,
lo importante es que suceda algo que los separa de la situación.

Este fenómeno es muy común en dos tipos de relaciones. Una que pudiéramos llamar “relaciones complacientes”, en las que las personas asumen siempre actitudes que favorecen al otro. Por lo que son relaciones muy cómodas. Sin espinas. Las otras las llamo “relaciones complementarias” –uno hace lo que el otro necesita que haga para poder hacer lo suyo, y el otro más de lo mismo. De manera que son relaciones muy convenientes. En ambas, lo común es que no hay nada común. Las personas resultan ser mutuamente cómodas o convenientes. Pero… juntos, en común, de conjunto, no hay nada. Y, además, lo que esté fuera de la comodidad y la conveniencia, afuera se queda. Al final tenemos una “relación plana”, casi invisible, carente de amor. Aunque, debo reconocer, a veces con un barniz superficial de afecto, cariño. Como para darle un poco de color a lo incoloro.

Claro, estas dos cuestiones, que no son las únicas, proporcionan un cierto nivel de satisfacción personal y las personas se conforman.
Y aquí hay otra clave esencial para entender el “anda, pero no funciona”:
el conformismo (que no es lo mismo que la conformidad). Esa tendencia a resignarse a lo que hay, a lo que resulta “naturalizado” equívocamente por la rutina, a lo que se nos impone. El conformismo como minusvalía espiritual. Como filosofía de pequeñez suprema que opera con el principio de “poco es más que nada”. Es una suerte de subdesarrollo personal que logra desarticular las ansias (que alguna vez existieron), el deseo de hacer, de sentir, que convierte a sus practicantes en cuerpos sin alma. Y como alguien muy sabio dijo: “Un alma sin cuerpo es un fantasma, pero un cuerpo sin alma es un cadáver”.

Así, no son pocas las ocasiones en las que encontramos instituciones, grupos, relaciones muertas, pero que todavía ni se han enterado. Existen más en nuestra imaginación que en la realidad. Existen en apariencias. Y estas nos hacen creer que aún están ahí. Son apariencias que, en complicidad con nuestra incapacidad para ver la realidad, para cuestionarnos la realidad, nos condenan a una vida de la que difícilmente podamos sentirnos satisfechos. Pero al final, si no acentuamos nuestro mirar crítico y nuestro accionar transformador, nos quedamos como la cuasi satisfacción, y acudimos al “acostumbramiento” (o al por costumbre-miento, que se parece mucho) reproductivo, inmovilizador.

“Las apariencias engañan” repetimos una y otra vez. Pero sería más productivo, o al menos un poco más preciso, pensar que “las apariencias pueden ser engañosas”, que ni es lo mismo ni da igual. Esta formulación es un llamado de alerta. Es un decir (nos) que algo puede aparentar estar bien, y no estarlo. Y si además, pensamos que las apariencias se pueden juntar con el exceso de confianza, entonces ya estamos en ceguera total. En el exceso de confianza está el peligro, y las apariencias lo refuerzan. Conste que no estoy abogando por vivir en una eterna sospecha, en una duda sostenida sobre todo lo que está bien.
Estoy, simplemente diciendo que, de vez en cuando un pasar de la apariencia a la esencia, de la imagen al contenido, de lo que se manifiesta a lo que subyace, no es para nada una mala práctica.
Hay muchas cosas que andan pero no funcionan. A veces están más cerca de nosotros de lo que pensamos. A veces somos partícipes
de la confusión y no lo percibimos. Mientras más inmersos estemos en aquello que anda, pero no funciona, más difícil será darnos cuenta. Tendremos que vencer la inercia, eso que llamamos rutinas, y que tanto daño pueden hacer. Tenemos que superar la tendencia a la comodidad.
Dejarlo todo como está es más fácil y más cómodo que cuestionarlo, que darnos cuenta que tienen que ser hechos varios cambios, y hacerlos.

No permitamos que las cosas anden, pero no funcionen, porque al final todos tendremos que cargar con los efectos negativos. Que las cosas “anden”, que cumplan con ciertas exigencias elementales, que solo se realice lo básico no es suficiente. Es necesario que funcionen, que quiere decir que cumplan su cometido, su propósito, su misión. Es necesario que anden y funcionen. De modo que póngase, pongámonos, para que funcionen o no desperdiciemos el tiempo siendo cómplices de un proceso de disolución. Comprometámonos con los cambios para bien, con los que harán funcionar las cosas, sea una relación de pareja, sea la familia, sea el trabajo, sea nuestro proyecto de vida o de país. Vale la pena.