Don perfecto

Manuel Calviño

En su memorable y ya antológico Alegrías de sobremesa, Luberta, crítico humorista de las actitudes personales erráticas, sentencia los desafueros relacionales de sus personajes con un “iqué gente caballero, pero qué gente!” ¿Cuántas veces usted se ha encontrado en situaciones, o con personas, que parecen sacados de algún guión de esos que por tantos años ocupan el mediodía de Radio Progreso? ¿Cuántas veces, victimizado o anonadado por la conducta de alguien no ha sentido usted el deseo de repetir la proverbial frase lubertiana?

Hay personas que ya sea desde una aparente ingenuidad, otras desde el exceso de orgullo, la soberbia o la prepotencia se creen absolutamente inmunes al error. La crítica es su deber hacia los demás, pero algo que ni los toca de cerca. La razón siempre los asiste y si alguien lo dudara, pues, equivocado está por partida doble. Todo está errado, menos su opinión. Todo está mal, menos lo que él hace. Todo merece el calificativo de “equivocado”, pero él, no pertenece a la categoría “todo”.
Él es lo único. Es Don Perfecto.

Por principio siempre sabe (por no dejar de saber, sabe hasta de dónde son los cantantes). Está dotado de todos los conocimientos y experiencias acumulados durante siglos por la humanidad. Y, consecuentemente, con tal “yacimiento de sabiduría”, todo lo hace bien. Si alguna vez admite que alguna idea que no sea suya tiene un mínimo de adecuación, tiene dos sentencias preparadas: “Eso es lo que yo siempre he dicho” –con lo que admite que el otro solamente lo está citando–. “Es cierto lo que dices, pero lo más importante es…” –con lo que, además de ubicarse en el lugar del sancionador de lo que está o no está correcto, clarifica que le falta algo, precisamente lo fundamental, lo que él va a decir.

Don Perfecto no dialoga. Él habla consigo mismo en presencia de los demás. ¿Cómo podría ser de otro modo si los demás son ignorantes que tienen que ser enseñados, incapaces que tienen que ser capacitados? Los demás son el escenario donde mostrar su perfección y destreza. Como concuerda con Murphy en que “nadie es profeta sin poder”, pues se ocupa de tener siempre una posición jerárquica favorecida. Así, además del valor “intrínseco” de lo que dice (sabe, hace) cree tener por designio “extrínseco” la misión de imponérselo a los demás: Y mi palabra es la ley… porque soy El Rey. Detrás de sus relaciones interpersonales, lo que hay es una sola relación: la relación intrapersonal, consigo mismo.Las significaciones personales tienen enfoques muy especiales en el artífice de la perfección personal. Por ejemplo, yo creo, significa esta es la verdad. Yo hago, no hay modo mejor de hacerlo. Yo quiero, es todo el mundo debe. A mí me gusta, quiere decir no hay nada mejor que eso. Yo me equivoqué… bueno esto no es posible. En todo caso, además nos equivocamos por no hacerlo cómo había dicho él. No importa de qué se trate, porque su perfección es ilimitada. Abarca todos los campos del hacer, el pensar y el sentir humano. Trasciende las fronteras de lo cercano y lo lejano. ¿Y quién puede amarlo más y mejor que él? Nadie. Porque todos lo aman, pero nadie suficientemente. Por eso Don Perfecto es narcisista. ¿Cómo no amar a alguien así?

Hay que reconocer que tiene una autoestima inflada y sobrevalorada, pero a prueba de bomba atómica. Una asertividad que da envidia, ni le preocupa hacer el ridículo. Su auto confianza está preparada para resistir el embate del más poderoso intento de frustrarle. Su vulnerabilidad ante acontecimientos traumáticos o desagradables es cero. Cómo podría ser de otro modo si él es la perfección.

Es tanta la luz de Don Perfecto que ciega a las personas que se le acercan y se mantienen junto a él por un tiempo. Es que a su lado las personas terminan sintiéndose incómodas, subvaloradas, disminuidas. No se resiste estar junto a tal obra maestra por mucho tiempo sin sentir un cierto desagrado. De modo que por su perfección paga un precio.

Se queda solo. Por lo general es abandonado. Claro él dirá que nadie lo comprende, que es muy difícil aceptar que los mediocres (ellos, ellas) no soportan vivir junto a tanto talento (él). Pero lo cierto es que como no hay que descubrirlo, porque él se descubre solo, en cuanto lo reconocen le huyen. En cualquiera de sus manifestaciones –padre perfecto, madre perfecta, jefe perfecto, amiga perfecta, maestro perfecto…– su público, si no es cautivo (un amigo se escoge, un padre no); si tiene alguna alternativa posible (a veces es más fácil pedirle el divorcio a un esposo, que traslado a un jefe), puede que hasta lo aplauda. Pero no volverá a su teatro.

Cuidado sí, porque no crea usted que no ser Don Perfecto lo exime de alguna que otra vez reproducir su sintomatología. Comportarse como un Don Perfecto, sin serlo es algo probable. De modo que mantenga un ojo crítico acerca de su comportamiento y sobre todo escuche con atención si alguien le dice: “Yo también sé muchas cosas” o “¿Tú te crees que te las sabes todas?”. Hay quienes se reviran o reaccionan con agresividad. Cómo no esperar tal respuesta de quien se sienta invadido y violentado. Un buen espejo para mirarse a uno mismo son las otras personas.
Por sus reacciones podemos saber cosas de nosotros mismos de las que no nos damos cuenta.

Si quiere ayudar a un Don Perfecto no le siga la corriente. Demuéstrele que tiene al menos un error. El error de Don Perfecto está en no entender que solo la perfectibilidad promueve avance, que solo vive y se desarrolla lo perfectible. La única perfección real es la perfección de lo mejorable, la perfección que convoca al mejoramiento. La perfección de quien, sin dejar de sentir satisfacción y orgullo con lo logrado, siente la profunda necesidad de hacerlo aún mejor y la humilde certeza de que hay alguien que puede ayudarle, que puede mostrarle muchas cosas importantes, que puede hablarle desde otra sabiduría, con otra experiencia tan legítima y útil como la de cualquiera.