En muchos ámbitos de nuestra vida, aunque creo que especialmente en el ámbito laboral, existen personas que solo piensan en subir. Subir alto, rápido, hasta el final. Para conseguir su propósito, hacen todo lo que tenga que ser hecho, lo bueno y lo malo; atropellan a quien sea, hasta a sus mejores amigos. Su meta fundamental es una: tener poder, ser “el jefe”, ser “el que manda”. Adueñarse no de los rigores y sacrificios de la buena jefatura, sino de ciertos beneficios que mal desempeñada se pueden lograr.
Con tal de lograr su fin hacen lo imposible: mienten, adulan, se hacen los sacrificados. Se agencian por cualquier vía el favor de la gente, populistamente, y el favor de los jefes, hipócritamente. Así tratan de ganar credibilidad y procuran lograr confianza. No son una plaga, pero existen y son muy dañinos. Son “ascencionistas” de profesión. Por diversas razones suben como la espuma. No suben por los caminos del desarrollo, sino por los torcidos escalones del engaño. Y una vez logrado su propósito empiezan a mostrar su verdadero rostro. No son más que arribistas.
El arribismo es tan viejo como la hipocresía que lo sustenta. Entre las miserias espirituales puntea muy alto por su descarnada relación instrumental con las otras personas. Para el arribista los otros no son más que instrumentos de sus tácticas de ascenso. Las otras personas son “simples agarraderas, empuñaduras que se cogen para ser usadas en función de sus propósitos”, decía Ortega y Gasset. Y es que subir en la escala jerárquica, se torna una verdadera obsesión, cuya meta, el poder se representa como lo más importante en la vida. Al fin y al cabo su divisa es “el fin justifica los medios”.
La relación del arribista con el poder es fetichista. El poder lo excita, es el objeto oscuro de su deseo. Y está convencido de que el poder
lo hará persona, lo hará alguien importante. Lo cual, además de la evidencia de una psicopatología personal, lo es de una social. Solo en una sociedad donde el poder es notoriedad, es signo de éxito, solo en una cultura institucional en la que la “meritología” es “mentirología”, que se asocia a la adulonería, la sumisión, allí donde el esfuerzo se devalúa, para dar prioridad al resultado que los que mandan esperan, en una institución donde molesta y se sanciona la contradicción, la disensión con los discursos del poder, el arribismo encuentra caldo de cultivo, florece, se robustece,
se expande.
Pero dando por cierta la sentencia de que “no hay mal que dure cien años” ¿cómo es posible que la enfermedad de los trepadores haya sobrevivido y aún goce de buena salud? La respuesta es sencilla: el arribista tiene muchos cómplices. Sintéticamente dicho, ellos cuentan con la complicidad de nosotros, sus compañeros de trabajo, los que convivimos con él en las instituciones, y cuentan con la complicidad de los jefes. ¿Cómo así?, se preguntará usted. Detengámonos en este segmento.
Una de las tácticas del arribista para obtener su propósito es la “sinflictividad”. Su camino necesita de la eliminación de las discrepancias. Su arte es estar siempre de acuerdo. No se busca problemas con nadie, no discute con nadie, siempre acepta como correcto lo que da por
correcto el grupo o la persona en la que se encuentra en cada momento. Todo el mundo lo cree de su grupo, aunque en realidad él no es de ninguno. Se disfraza de persona prudente, y en vez de tomar posición lo que hace es posicionarse como persona en la aceptación de todos.
Y nosotros, ingenuos, caemos en su trampa. De modo que en el momento que aparece la propuesta de ascenderlo, nosotros mismos lo catapultamos. Hacemos análisis superficiales. Preferimos que la reunión se acabe rápido a que se haga como tiene que ser hecha, aunque dure un poco más. Somos sus cómplices ingenuos y apáticos.
Otras veces el arribista es detectado, lo tenemos identificado. Pero “ese no es mi maletín. Si a mí el poder no me interesa… allá él que quiere se jefe. Yo no”. Lo dejamos pasar. Como no estamos apuntados en su carrera, lo dejamos que corra solo. Creemos, para justificar nuestra actitud complaciente, que tropezará por el camino, que no llegará. “Ese se escachará solito”. “Solo espero que nunca llegue a jefe”. Pero al final el arribista llega. Al final siempre gana. Somos sus cómplices equivocados. Y luego, cuando el arribista logra llegar, cuando se convierte en jefe, entonces vienen los problemas, las quejas, los “debíamos haberlo impedido”. Pero él ya está allí. Y como lo que le interesa es el poder,
la notoriedad, como tendencia son muy malos jefes. Jefes narcisistas casi siempre. Casi nunca currantes. Nos hace pagar la complicidad que por desidia le dimos.
Pero considero que los más importantes cómplices de los arribistas son los propios jefes. Claro, el arribista se presenta como el tipo
leal, declara una fidelidad a toda costa, es manejable, hasta servil y sumiso, siempre ensalza lo que el jefe hace y dice. Y este cae en la trampa. Claro, a muchos jefes les gusta más un subordinado así, que uno cuestionador, crítico, contradictorio. El arribista es experto en obviar discrepancias con el dirigente y en crear coincidencias. Es el subordinado perfecto, el que muchos jefes sueñan. De manera que cuando llega
la hora de los movimientos, de los ascensos, adiós a la política de cuadros. El trepador es el indicado.
Entonces los arribistas son arribados. Son favorecidos por decisiones de los jefes que han sido hipócritamente manipulados, y que, en muchos casos han tomado decisiones unipersonales, sin consultar a los trabajadores, con baja preparación analítica, sin indagar lo suficiente en el perfil del candidato. Decisiones que le parecen al mismo jefe buenas, sobre todo porque le convienen. Vaya, que los métodos también son cómplices del arribista. Y él lo sabe. Sabe que la decisión caerá en manos del jefe, y que nadie será consultado. De modo que no habrá peros.
No oculto que desenmascarar al arribista, denunciar sus métodos y artimañas, comporta algún peligro. Generalmente, el trepador es alguien de quien hay que cuidarse. Su personalidad es muy psicopática, por lo que es muy rencoroso, cultiva el desprecio para quien lo denuncia, es vengativo. Pero no hay como perderse. Por elemental ética, y como prevención de males mayores, frente al arribista es mejor y más digno ser “el enemigo público” antes que “la próxima víctima”.
¿Para qué ascender con trabajo, para qué ascender por méritos propios, si es más fácil y más rápido llegar trepando? Esta es la filosofía de los arribistas. Pero olvidan que el que llega a la meta sin hacer la carrera, al final pierde. Toda meta es un camino que de no desandarse nos cobra el precio en el ejercicio. Ninguna complicidad es eterna, porque no tiene como sustento el compromiso. Ningún arribista estará eternamente en su paraíso, el poder, porque inevitablemente le llega el día de su caída, y será estrepitosa. Si usted se siente demasiado aficionado al poder por el poder, le aconsejo que se acerque a una consulta de psicología y evite convertirse en un trepador psicopático. Si usted lo que tiene es un arribista cerca no lo deje prosperar. Desenmascárelo. Se estará haciendo un gran favor y se lo estará haciendo también a toda la gente que lo rodea.