Es difícil precisar cuántas veces la preocupación sobre el destino ha ocupado las reflexiones del ser humano. Poetas y músicos la han convertido en motivo de angustias y alegrías, como en aquella hermosa canción del maestro Adolfo Guzmán: Quién sabe si el destino alguna vez nos libere de amores diferentes. Los filósofos no han escapado a su fascinación. Platón, “Los espíritus vulgares no tienen destino”; Schopenhauer, “El destino mezcla las cartas, y nosotros jugamos”. A los psicólogos y a los comunicadores sociales científicos, la pregunta acerca de la existencia del destino nos persigue de la mano de algunos que la enarbolan como reto a la inteligencia, otros como prueba del nivel de flexibilidad. Algunos incluso, pretenden evaluar con ella nuestra “actualidad cosmovisiva e informativa”. A mí me la han formulado también muchos pacientes “buscando una esperanza o un consuelo”. Casi nunca me detengo a responderla. Prefiero devolverla a la manera de una indagación socrática: “¿Usted cree que existe el destino?”.
Al destino lo miran con aversión algunos científicos por parecer un concepto indeterminista, por ser imposible de atrapar en fórmulas y algoritmos metodológicos. Otros le rechazan por peligroso, por ser una puerta abierta a las “pseudociencias”. Sin embargo, ni científicos ni alquimistas, ni clérigos ni laicos, ni puritanos ni escépticos, dejan de hablar el lenguaje del destino. En la ciencia tiene muchos espacios de existencia. Una de las formas en la que el quehacer científico, el mundo de los datos, habla del destino, se descubre en la noción de determinismo.
El sentido del determinismo es abarcador y recoge no solo la experiencia metafísica o dialéctica del pensamiento, sino también la pluralidad de hechos concretos que llamamos la existencia humana. El determinismo no es más que “[…] una doctrina filosófica según la cual todos los acontecimientos del universo, y en particular las acciones humanas, están ligados de manera tal que siendo las cosas lo que son en un momento cualquiera del tiempo, no haya para cada uno de los momentos anteriores o ulteriores, más que un estado y solo uno que sea compatible con el primero”. Todo lo que acontece tiene su causa, nada ocurre fuera del sistema de determinaciones múltiples en que existe. Todo tiene una determinación. Ya sea en sucesos anteriores o ulteriores.
“El destino de los hombres está gobernado por sus acciones pasadas y presentes” (Lin Yutang). La precedencia y la consecuencia. Esto supone el reconocimiento de las relaciones causa-efecto. Parece que la diferencia fundamental entre causalidad y casualidad reside en el lugar de la “u”.
Lo casual no está carente de causa. Las causas de algo no pocas veces son casuales.
En la aceptación de las relaciones causa-efecto se establece como forma de conocimiento y como necesidad de toda práctica humana la predicción, la posibilidad de establecer predicciones. No hay ciencia sin predicción. La ciencia es, en gran medida, el establecimiento y la corroboración de predicciones. La predicción es solo posible porque existe una probabilidad máxima de que algo suceda a partir del suceder de otra cosa. En este sentido es claro que la predicción es una cara del destino, la cara dibujada con los artefactos del pensamiento; por cierto que no solo del pensamiento científico, sino también del pensamiento natural y del pseudocientífico. Por eso afirmo con naturalidad que
el destino pertenece como noción a la ciencia, como prenoción, al pensamiento espontáneo y natural del ser humano, y como artificio a la pseudociencia. Es objeto del conocimiento, de la creencia, y del mercado de las ilusiones.
Otro asunto de importancia al pensar en el destino es lo que nos sucede a los humanos con las predicciones. Nos molesta no saber lo que va a pasar. Nos aburre saberlo. La incertidumbre genera miedos, ansiedades, neurosis. Las certezas generan sobreadaptaciones, crisis existenciales, excesos de confianza. Predecir es algo que a los seres humanos nos convoca al menos a la resistencia, y la resistencia es siempre temor. Quizás por eso nadie es profeta en su tierra, y deberíamos agregar que casi nadie lo es en su tiempo, en el mejor de los casos logra serlo un poco después. La idea del destino goza de un doble vínculo: nos tienta, pero le tememos. Y es que el destino ha sido mirado fundamentalmente desde el lugar del fatalismo, de lo que inexorablemente sucederá para bien o para mal. Así lo veía Voltaire: “Mi destino, no me deja, me sigue por todas partes”. Así lo testimonia Murphy: “Si algo puede salir mal, saldrá mal”. Y así lo define el refranero popular: “El que nace para tamal, del cielo le caen la hojas”.
Me resisto a tal lectura del destino, a esa que reafirma la inevitabilidad, la que nos cree seres indefensos y pasivos ante el devenir de los acontecimientos. No es ese el destino en el que creo, no es ese el destino que conozco. “Lo importante no es lo que nos hace el destino, sino lo que nosotros hacemos de él”, Florence Nightingale.
En 1993 participé, aquí en la Habana, en un Congreso Internacional de Parapsicología. “Lo real maravilloso” no solo está en las calles de esta ciudad. Lo real maravilloso puebla el pensamiento cubano, su idiosincrasia. Empiriocriticismo-mágico sería la denominación científica de la representación carpentiana. Creer es algo muy cubano, creer con la multiplicidad propia de la identidad nacional, con la pragmática típica del accionar cotidiano del cubano, con nuestra afición pasional en la palabra y el hedonismo concreto en el cuerpo. Pero fue una cartomántica chilena quien en su exposición dijo: “El futuro es lo que sepamos hacer con lo que sabemos que podría suceder. Mi predicción del destino no es para lamentarse por anticipado. Mi predicción es para prevenir, para que la persona pueda modificar el rumbo. Se trata de participar en la construcción de nuestro destino”. A mí me recordó mucho a Sartre cuando decía que nosotros “somos lo que sepamos hacer con lo que la gente hace de nosotros.” Claro que es una nueva visión de la cartomancia, con otra visión del destino.
En esencia se trata de que es posible una visión más humanista y realista del destino. Se trata de que el destino es algo construible, cultivable. El destino no se recibe, se labra. Solo se realiza construyéndolo. “Andar –decía Martí– es el único modo de llegar”. Y cómo saber si llegamos si no sabemos a dónde queremos llegar. Repito con Montaigne que “no hay viento a favor para el que no tiene puerto de destino”. ¿Cómo saber si el viento está a favor si no se sabe a dónde se quiere llegar? El destino es un lugar al que se quiere llegar y un modo de construir el camino de llegada. “El destino no reina, sin la complicidad secreta del instinto y de la voluntad”, decía Giovanni Papini. Es este el lado determinista activo del destino, su rostro iluminado por la decisión, la convicción, la voluntad.
Es cierto que lo que llamamos nuestra vida es primero la vida de otros, y en alguna medida no deja de serlo nunca, porque los objetos de nuestra vida, los contextos reales de nuestra vida son siempre exteriorizaciones, realizaciones de la vida de otros. No hay duda que para cada uno de nosotros se va construyendo un destino en el deseo del otro: nuestros padres, hermanos, maestros, amistades, y también nuestros congéneres, aunque no sepamos sus nombres ni los conozcamos.
El mundo humano que determina la vida humana no es solo mundo de seres humanos, sino también y, sobre todo, mundo de las creaciones humanas. Por eso el destino es también aquello que queda escrito como condiciones facilitadoras o entorpecedoras y que se dibuja como oportunidades y retos en las condiciones reales de nuestra vida, desde el nacimiento, desde antes, hasta después de la muerte –lo que quede de nosotros es parte de la historia que escriban los que nos sucedan, una historia que será también escrita con arreglo a sus necesidades, a sus condiciones. En lo que se refiere a las condiciones, estas son más o menos facilitadoras o entorpecedoras en función de nuestra capacidad para hacer valer nuestras metas y propósitos por encima, incluso de las más frustrantes situaciones.
No es necesario creer en la existencia de un destino poderoso e inexorable para hacerlo culpable de nuestros desaciertos, penas y frustraciones. No hay por qué llamar destino a lo que limita nuestro poder y capacidad de construir. Por el contrario, el destino ha de ser nuestra previsión activa de lo que queremos hacer de y con nuestra vida, lo que con nuestra actuación nos hemos ganado, aquello de lo que somos merecedores.