Perder y ganar

Manuel Calviño

Dicen algunos especialistas que una de las características que marca el modo de ser de nosotros los cubanos es que no nos gusta perder. En verdad, no sé por qué solo a los cubanos nos adornan con tal virtud ¿Es que acaso existe alguien a quien le guste perder? ¿Hay algo de bueno en perder? Perder es siempre, en definitiva, no lograr algo que se esperaba, no obtener lo que se disputa en oposición, no salir victorioso en un juego, un pleito, una contienda. No hay elogio ni reconocimiento para el perdedor, en el mejor de los casos compasión o trato educado. Recuerdo contra olvido.

Creo que el único Himno a los Vencidos, “Ya el sol asomaba en el poniente” salió de la mano del excelente grupo humorístico argentino Les Luthiers: “Ya los fieros enemigos se alejaron, no resuena el ruido de sus botas, nos pasaron por encima y nos ganaron, nos dejaron en derrota. ¡Perdimos!, ¡perdimos!, ¡¡¡perdimos otra vez!!!”. El mismo Stephen R. Covey en su mundialmente conocido “Los siete hábitos de las personas altamente eficientes” (The 7 Habits of highly effective people) vota a favor del paradigma Win-Win (vencer-vencer) en las interacciones humanas.
Lo mejor es que no haya perdedores.

Pero más allá del gusto y de la esperanza en el mejoramiento humano, el asunto es que en la vida muchas veces se gana y otras se pierde. Por lo general cuando ganamos nos sentimos contentos, pero cuando perdemos…

El que pierde sufre por el revés. La derrota es frustrante, dolorosa, angustiante, molesta. Somos capaces hasta de cambiar la lógica de los acontecimientos para disminuir el terrible peso de la derrota. “Tú no ganaste. Yo perdí”, le escuché decir hace muy poco a un contrincante que pensó que en la cancha de tenis se desquitaría la mala nota que le di cuando era estudiante. “La suerte le acompañó. Es que la dicha es loca y a cualquiera le toca”. Gracias que yo también tenía a mano mi manual de fraseología y le respondí: “Evidentemente al saber le llaman dicha”. Es así. Cuando somos vencedores es porque lo hicimos de maravilla. Cuando el vencedor es el otro, entonces fue por pura suerte. A nadie le gusta perder.

Sin embargo una mirada desde otro ángulo a esta “negativa a perder” cuando todas las evidencias indican lo contrario, nos permite ver algo interesante. Cuando se asume una actitud resistente, de negación, ante el indiscutible hecho de haber perdido, se pierde dos veces. ¿Por qué? Pues, en primer lugar, porque se pierde (no le quepa la más mínima duda que dígase lo que se diga, arguméntese lo que se argumente, el que perdió, perdió). En segundo lugar, se pierde la oportunidad de convertir el revés en aprendizaje.

Mirémoslo ahora con detenimiento y desde otra óptica. En general, prácticamente en cualquier situación, la derrota puede suministrar experiencia. Si se le mira sin animadversión, el perder puede ser fuente de mejoramiento. En eso se basa, entre otros aspectos, la conocida en el mundo empresarial “Matriz DAFO” (SWTO en inglés). La derrota nos habla de nuestras debilidades y este análisis nos abre la posibilidad de convertirlas en fortalezas. Es como una fuente de identificación de nuestras “zonas erróneas”.

En las relaciones interpersonales el valor potencial de la derrota en
dependencia de la actitud que asumamos, se acentúa todavía más. Cuando entablamos una de esas discusiones interminables en la que ya ni se sabe qué se discute, nos percatamos que lo importante dejó de ser “cuál” es la verdad (cuál es la razón…), para hacer valer sencillamente el “quién” tiene la razón, quién es “el propietario” de la verdad. Así habrá un vencedor y un vencido, pero no habrá mejoramiento, solución conjunta.
El crecimiento de una relación con otra u otras personas no reside en quién se adueña de las razones, sino en lo que se es capaz de compartir en aras de lograr mejor entendimiento, más claridad, al fin y al cabo, sentirse mejor juntos. Pero para esto es necesario dejar de pensar las relaciones humanas en términos de “competiciones”.

Por si esto fuera poco, para los que gustan de ganar al menos de vez en cuando, aunque no pueda ser siempre, es posible afirmar que la derrota asumida puede ser convertida en victoria ulterior. Si nos cerramos al aprendizaje, tenemos más oportunidad de volver a perder.
Si nos abrimos a la experiencia, tendremos más oportunidades de salir victoriosos en otro momento.

Un amigo y profesor de alto calibre me acordó hace poco una historia recogida en el Diccionario Gitano. Sus Costumbres, de María José Llorens, y que lleva por título “El tordo”. En una versión libre y en un castellano que entendamos todos los hispano-parlantes sería algo como lo siguiente:

Un tratante en caballos que era muy vivo, tenía un tordo que era muy viejo y resabioso. Sin encontrar medios para darle salida, advirtió a su hijo, un chiquillo más listo que él mismo, que cuando viniera un comprador, dijera que no quería que su padre vendiera el tordo.

Llegó un gitano que quería comprar unos animales y el dueño de casa le invitó a que pasara a la cuadra y escogiera. En ese momento, el muchacho empezó a pedir al padre que no vendiera el tordo. «No venda usted el tordo, papaíto… Yo no quiero que de casa salga ese tordo magnífico. No hay oro en el mundo que pague lo que ese animalito vale». Al ver la insistencia del niño, le entraron ganas al gitano de comprar aquel caballo; y sin reparar gran cosa, cerró el trato.

Cuando el comprador incauto llevó el tordo a casa y notó sus pésimas condiciones, reconociendo inmediatamente el engaño, se fue sin perder tiempo a buscar al vendedor. «Compadre –dijo el gitano perdedor–, no vengo a deshacer el trato, porque ya es cosa hecha…; pero… ¿no podría usted prestarme el niño para yo poder vender el tordo?».

A buen entendedor pocas palabras, con certeza estará de acuerdo conmigo: saber perder es ganar un poco.