Un secreto de la longevidad

Manuel Calviño

Dicen que fue aquí, en nuestra Isla, donde murió el más empedernido buscador hispánico de “La Fuente de la Juventud”. Con la anuencia de Carlos I, Ponce de León se lanzó a encontrar una isla, ubicada más allá de donde el sol se pone, y que nombraban Bímini. Era allí donde se cobijaba el líquido divino que se suponía no solo reponía las fuerzas, sino que hacía recuperar el vigor de la juventud. Agua de un manantial anhelado que construía el sueño de prolongar la vida hasta el infinito.
El camino estaba abierto desde mucho antes. Casi seiscientos años antes de Cristo, Tales de Mileto apuntó al agua como principio y fundamento de todas las cosas.

No han estado ausentes las contraindicaciones. Según algunos textos el agua fue el castigo que marcó el final de la más conocida longevidad: los 969 años (una cábala en cifra que representa la rotación hasta el infinito del mismo dígito) de Matusalén terminaron con el diluvio. Un exceso acuoso. Pero se impuso el reconocimiento tácito del valor sanador del agua y aquella premonitoria sentencia de salutem per aqua que hoy se multiplica como epidemia en moda en los sofisticados SPA –templos de una cultura del cuerpo más enmascarante de un cierto narcisismo al uso, promotora de una vida más plena.

¿Eterna juventud o eterna vida? ¿Mantenerse siempre joven o envejecer con la fuerza y los bríos de la juventud? La eterna juventud de la apariencia tiene una pésima representación. Se asocia a maleficios, seres transgénicos, momificaciones. Nada que envidiar. El mito de la eterna juventud es el del disfrute eterno de la vida. Un mito que nace del ansia, crece en la ilusión y se multiplica en la esperanza. La vida es excesivamente breve ante la infinitud de la muerte. Se transfigura al paso del tiempo bajo la égida de los conocimientos –no tanto de sus certezas, como de sus límites. Entran en él nuevas palabras, nuevos conceptos. Pero su esencia queda casi intacta: existe un principio, un fundamento, una fuente, que hace de la longevidad algo más que un hecho casual de la existencia humana. ¿En qué reside? ¿Cómo llegar a ella?

Lo más cercano a la eterna juventud es la longevidad. Es al menos su condición básica. Todo lo que parezca prolongar la existencia, lo que favorezca la anteposición de la salud a la enfermedad, aquello que nutra la coherencia entre lo natural y lo que agrega la cultura visando una vida plena presidida por el bienestar, se asume como un anticipo que refuerza el anhelo. Entonces el mito no puede guardar silencio. Es extrovertido. Grita en gestos su misterio. Son varios los caminos por los que se andan. Algunos más que caminos son atajos que lejos de llevar a la longevidad conducen a la depauperación.

Al uso hoy, se proclaman redentores de las marcas del tiempo los procedimientos de quirófano. Se eliminan bolsas, estrías, acumulaciones de todo tipo. Los procesos de estiramiento y remiendo ahora se complementan con injertos de sustancias isotópicas o no, da lo mismo. El fin justifica los medios. La eterna juventud, reside en la apariencia juvenil –juvenomomificada, sería mejor decir–, en establecer analogías con el recuerdo y hasta con la juventud de otros. Una cirugía plástica que, definitivamente plastifica a quienes ingenuos, o dramáticamente confundidos, caen en manos de los “escultores” de nuevas estatuas erigidas en homenaje a la superficialidad.

Las dietas lose weight fast se han convertido en propuestas de “cirugía plástica sin bisturí”. En apenas unas semanas usted podrá obtener resultados sorprendentes. Que no es lo mismo que “ser-prendentes”. Es decir, que prendan. Que se mantengan. Que transciendan el daño que causan. Centenares de métodos para que usted “parezca más joven” (son honestos, no quiere decir que lo sea). Y todo ello para prolongar la vida, ¿para prolongar la vida?

¿Cómo se puede prolongar la vida atentando contra ella? La noción estructurante de la longevidad, es la salud. No la juventud. Longevo significa de larga vida. Y la larga vida supone, ante todo, el respeto a la vida. ¿Quién dijo que la juventud reside en la apariencia? ¿Quién dijo que ser joven es sinónimo de moldear cuerpos sin importar el alma que disfrazan? La cultura de la “plasticidad” aleja de la longevidad, porque anda por el camino de una vanidad banal.

La cultura del vino, nacido en la fiesta de la “vendimia”, metáfora natural del nacimiento, se instala como un culto a la “vivificación” (capricho de cercanía sonora con la “vinificación”). La ciencia tiene elementos en su defensa, aunque tropiece. Los entendidos hablan de propiedades testimoniales del “ser elixir” del vino. Su componente alcohólico que entra en la contienda contra el “colesterol malo”. Su capacidad vasodilatadora y de aquí su función defensiva ante las galopantes enfermedades cardiovasculares. Algunos se convencen, más por el amor al vino que por la contundencia de las evidencias. Se suman las prometedoras acciones de sus compuestos fenólicos y la consecuente acción defensiva frente a la aterosclerosis. Sus propiedades antioxidantes. Cuidado. De tanto querer al vino, se le pone en riesgo de sobredimensionar sus dotes.

Resulta sospechoso ese afán de algunos “vinófilos” que concentran extremados esfuerzos en mostrar que el vino es una bebida muy saludable. Se empeñan en complicidades con médicos (del corazón, del hígado, de la vejez). De sus elucubraciones sin demostración contundente emergen sugerencias que prostituyen la esencia del asunto. ¿Es que acabaremos recomendando vino para controlar la presión arterial? ¿Es que alguien imagina a un sommelier con bata blanca recetando una copa de vino cada seis horas durante siete días? Más que defensores del universo vinícola, son ingenuos artífices de una equivocada imagen del vino como “medicina sabrosa”.

Cercano a la “vinofilia”, un especialista de la alta cultura alcohólica me aseveraba que la mezcla era lo mejor, si de alcoholes se trata, para alcanzar la longevidad (¿no dicen que el alcohol conserva?). Y más aún, me acorraló con una especulación psicológica que desentraña la contribución al desarrollo espiritual de una “coctelería subjetiva”: lo ácido para fomentar la actividad y desenredar preocupaciones; lo amargo para vencer la tristeza y asociarse a la alegría; lo dulce para superar el miedo y hacer prevalecer la reflexión; picante para el reforzamiento de la voluntad; lo salado para fomentar la prudencia. Y, para el mejor desempeño, el uso moderado de todos los elementos en una combinación que amén de cuestión de gusto, es producción de sabor.

El buen comer y el ejercicio físico acuden al llamado de la longevidad. Viene el primero acompañado del pescado, el aceite de los olivos, la milenaria soya. Se interpolan hábitos de varias regiones. Se traen testimonios de barbas blancas cultivadas por más de 100 años. No faltan las redes de apoyo desde las ciencias. También las redes del marketing comercial intentan apoderarse de la propuesta. Lo hacen. Pero no resta valor a lo esencial.

Pero en los predios salutogénicos se blande, sobre todo, una sabia noción: la moderación. La propuesta ni estoica ni hedónica es “vivir con moderación” (comer moderadamente, beber moderadamente, hacer ejercicios físicos moderadamente). Una inflexión, sin duda, interesante y definitivamente más productiva que las anteriores.
Moderación: un lugar entre la santurrona negativa de la abstinencia y el irracional dominio del exceso. Es la interacción con los límites no para el exceso, sino para el disfrute. Es dar intencionalidad a lo que se hace, reservándose la autonomía de la decisión. Es hacer porque se quiere, no fuera de lo que se quiere. Es prolongar en vez de exceder. Es disfrutar.

En la moderación la vida se hace humana. Se ensancha, se sustenta en la diversidad sinérgica de los sentidos y su entendimiento. Y así como prolongar la vida más y más ha sido un sueño utópico al que la humanidad se acerca en asombroso adagio. Así como vivir más tiene como condición vivir con salud, en el interjuego caprichoso de las relaciones “vida-muerte”, la moderación es ancla del vivir.

En cualquier caso, hay una mirada posible. El secreto de la longevidad, de la salud invencible, descansa en las riberas del placer mesurado y multisensorial. En el balance alimentario del gusto y lo saludable. En la combinación de lo intelectual, del placer estético y la manutención física del continente del alma. La moderación de nuestras relaciones interpersonales. Esa que late en la compañía amable y sentida de la amistad, en la cordura de todos los días y en la locura paroxística del momento. Entonces es posible la longevidad que crece y se extiende en el cauce vital de los sueños y las esperanzas. La que supone sentirse cada día vivo y con ganas de vivir, lo que hace franqueable la ausencia intangible por venir. “No hay medicina que cure, lo que no cura la felicidad”. Nuestro modo de vivir se suma al intento.