Nuestros comportamientos eficaces, entiéndase aquellos que llegan a tener algún resultado, pueden tener al menos potencialmente dos tipos de efecto: uno positivo –se logra la meta del comportamiento, produce cosas favorables, y en ese sentido el efecto es algo bueno. El otro efecto probable es el negativo. Es decir, que o bien no se logra la meta, o causa algún daño, algún perjuicio. Este perjuicio puede ser para uno mismo, para otra persona, para el entorno o para una institución. Bueno, ciertamente existe una tercera posibilidad, le llamamos efecto ambiguo, o ambivalente, que contiene cosas positivas y negativas. Pero es bueno entender que todos nuestros comportamientos tienen una repercusión. Unas veces más visible, otras menos. Unas más intensas, otras de muy baja intensidad. Por lo que se supone que podemos esperar entonces ciertas consecuencias sobre nosotros.
Concentrándonos en los posibles efectos negativos de nuestros comportamientos, podemos afirmar que en principio, cuando se hace algo mal hecho, o cuando se hace bien hecho pero perjudica a otros, se recibe una “respuesta o reacción negativa”, un castigo en su acepción más general. Y esto es algo que, nos guste o no, es necesario. Lo mal hecho se dice que no debe pasar inadvertido (lo bien hecho tampoco) toda vez que puede producir efectos aún peores. Un especialista en asuntos de gestión directiva decía: “Tenemos las conductas que premiamos” (demasiado conductista para mi gusto). Y yo agrego que cuando una conducta es negativa, y no la sancionamos, y no promovemos determinadas consecuencias sobre quien la realiza, indirectamente la estamos premiando, de modo que se repetirá. Por eso como cantaba el gran Bola de Nieve Chivo que rompe tambó con su pellejo paga…
La invitación es a que pasemos revista a la necesidad de establecer consecuencias sobre las conductas negativas. Aún cuando me siento más a gusto hablando de “consecuencias”, lo cierto es que cotidianamente el término utilizado es “castigo”. Pero para usarla, en lo sucesivo, quiero hacer una aclaración. La palabra castigo está cargado de una connotación negativa –probablemente tantos años, siglos, de castigos sencillamente inadmisibles, basados en la violencia y la agresividad, lograron imprimir este sello. Y lo primero que necesitamos es desprendernos de esta negatividad del término, y por lo tanto de la acción. El castigo no es algo malo que se hace a quien hizo algo malo, sino sobre todo el acto de poner en evidencia nuestra relación negativa, nuestra desaprobación y desacuerdo, incluso nuestra molestia, con el hecho acontecido, con lo mal hecho. Es fundamental para entender correctamente lo que es el castigo, definir con total claridad que su propósito es la enmienda,
la corrección, evitar la repetición de lo mal hecho, el aprendizaje. El castigo no es un fin en sí mismo, es un medio para lograr algo. Es en este sentido que podemos afirmar que el castigo bien aplicado es un favorecedor de aprendizaje positivo. Mientras que el castigo mal aplicado es favorecedor de aprendizaje también, pero de aprendizaje negativo.
La tesis de partida es la siguiente: el mejor castigo es el que no hay que aplicar. Se previene el comportamiento inadecuado y por tanto no se produce, por lo que el castigo no es necesario, ni aplicable. Del mismo modo digo que lo mejor es reconocer, estimular, lo bien hecho. Este es el mejor anticastigo. Pero solo se debe aplicar cuando hay conductas positivas, adecuadas.
Aunque pueda parecer contradictorio con mi tesis, llamaré la atención sobre cuáles son algunas variantes, lamentablemente bastante comunes, de castigos mal aplicados. Y no lo hago casualmente. En mi experiencia profesional y personal observo que predomina el castigo mal aplicado. Sucede que, al parecer, al dejarse llevar por la primera reacción ante lo mal hecho, las personas evidencian formas de castigar muy negativas, inadecuadas. Entonces la idea es que usted haga una introspección, que se auto-observe, que recuerde los castigos recientes que ha aplicado y los compare con lo que ahora presentaré. Después, ya sabrá usted lo que no debe hacer al castigar.
Un castigo es mal aplicado…
Cuando es injusto. Es evidente. No se debe nunca castigar a quien no merece castigo. Y sucede con frecuencia: la maestra sale del aula,
al regresar encuentra mucha algarabía. Entonces dice: “¡Qué maleducados son! (por cierto como si ella no tuviera nada que ver con eso). Salgo del aula y se comportan indisciplinadamente. Pues bien, ahora todos bajan la cabeza, pegada a la mesa, y no la levantan hasta que yo diga”, ¿todos? Seguramente alguno prefirió comportarse bien, y no participó del acontecimiento. Pero… todos castigados. “Justos por pecadores”, dirá el injustamente castigado. La maestra piensa: “Se ha producido un mal comportamiento, y alguien tiene que ser castigado”. Como no sabe quién o quiénes son ese alguien, entonces los castiga a todos. Lo que no puede es dejar de castigar. Los castigos “totalizadores” tienden a ser injustos. Para la próxima algarabía el del buen comportamiento, también se portará mal. Lo enseñó la maestra con su mal castigo.
Cuando el castigo no abarca a todos los implicados en la falta. Al menos comparativamente, cumple con el enunciado anterior: es injusto. Todos los implicados en la generación o realización de un comportamiento inadecuado, incorrecto, deben correr la misma suerte. Ojalá que cada uno en la medida de su participación en el suceso, pero todos deben recibir lo suyo.
Cuando no se identifica claramente la causa del castigo. Por terceras bocas insidiosas y chismosas, una joven sabe que su novio ha hecho algo que, no solo que a ella no le gusta, sino que no debería hacer. Esa noche cuando él va a verla a la casa, aquella le dice: “Vete, no quiero verte hoy. Déjame tranquila. Deberías pensar mejor lo que haces”, y le cierra la puerta.
Lo ha castigado. Pero aquel se queda afuera, pasmado. No entiende nada: “¿Qué habré hecho?”. No puede identificar su error, la conducta de él que ha causado el castigo de su compañera. Si la causa del castigo no está claramente identificada por quien castiga, el castigado no podrá corregir el comportamiento, no podrá convertir el castigo en aprendizaje. Es más, como en el caso anterior, seguramente se molesta. Y hasta podrá sentirse injustamente tratado.
Cuando la conducta reprobable no está claramente establecida. Es el caso anterior. A ella le dijeron. Ella no vio. Ella no verificó. Ella no estableció la autenticidad de la información. Un jurista diría: “No hay pruebas suficientes”. No se puede castigar. Se tiene primero que tener la certeza del comportamiento errado. De no tenerla, entonces se puede hacer un llamado de alerta, una previsión, pero no castigar.
Cuando la relación castigo-falta no es adecuada. La inadecuación de la intensidad del castigo en relación con la gravedad de la falta, es algo que sucede muy comúnmente, y que se ve impulsado, sobre todo, por la molestia del que castiga. “Es que lo he castigado mil veces y nada”. Entonces es que los castigos anteriores no han sido bien aplicados.
Claro, el muchacho incumplió un acuerdo. Tenía que llegar a las doce de la noche a la casa y llegó a las doce con diez minutos. “Llevo diez minutos de zozobra, de preocupación, he pasado muy mal rato por tu incumplimiento. Ahora, como castigo, no vas a salir más de noche en tres meses”. ¡Apretó! Y claro, es su molestia la que comanda, no la lógica de la situación. Prepárese ahora para la indisciplina mayor. Su castigo no va a ser observado, no va a ser cumplido. Se lo aseguro.
Cuando se usa un elemento positivo para castigar. En un hotel cinco estrellas de la ciudad, el director le dice a uno de los sub-chef de cocina: “Así que usted cometió un acto de indisciplina. Pues le aplicaré una sanción (un castigo). Se va a trabajar de cocinero al comedor de los trabajadores”. ¡Pobres trabajadores! ¿Trabajar en la cocina del comedor es un castigo? ¿Cómo piensa entonces el director que va a tener cocineros con ganas de trabajar allí? ¿Cómo mejorará la alimentación a los trabajadores? No se debe usar algo que debe ser bueno, en calidad de malo, de castigo. Se devalúa lo bueno, se le estigmatiza como malo, y al final el castigo aplicado refuerza esa visión.
Cuando el tono emocional es agresivo. Hasta me cuesta trabajo repetir lo que escuché una vez pasando por la puerta de una casa: “#@*&/> (palabra obscenas de todo tipo)… te voy a romper la cabeza con un martillo y te voy a estar dando golpes hasta que te salga sangre… #@*&/>… ¡voy a acabar contigo!”, La agresividad es pésima acompañante del castigo. No se deje llevar por sus emociones (ni por el modo en que lo castigaron a usted). El castigo violento, físico o verbal, no solo es inadecuado, sino inadmisible y prohibido. Va en contra de los derechos de las personas. Sencillamente olvídese de esa opción, o entonces tendremos que castigarlo a usted.
Cuando se castiga a la persona y no a la falta. Este es un error común. Y además se asocia mucho al uso de la violencia, sobre todo verbal. Este ejemplo también viene de la “escucha atenta” en un barrio habanero en el que me encontraba: “¡Imbécil! ¡Mira lo que hiciste! ¡Eres un idiota! ¡Mongólico! ¡Anormal! Ahora sal de mi vista y métete en la cama hasta que yo me acuerde”. Un rosario de cualidades personales negativas. Ahora pensemos tranquilamente. Más allá de la inadmisible falta de respeto. Más allá de la violencia. ¿Si una persona es imbécil, idiota, mongólica, anormal, no es lógico que haga cosas mal hechas? ¿Podrá corregir su comportamiento si es todas esas cosas? Se castiga la falta, el error, porque, precisamente, es superable. La persona puede, y debe, hacerlo de otro modo. Lo puede enmendar, corregir. ¿Pero cómo corregir una característica personal en tiempo breve? Lo errado, lo inadecuado siempre es la conducta. Como estoy tratando de hacer ahora: no critico a la persona que dijo esas barbaridades, sino el decir las barbaridades (sentirlas, pensarlas), para que no las diga más.
Cuando el castigo no se cumple. Esto ocurre muy a menudo, bien porque quien aplica el castigo “se compadece” (“pobrecito, yo sé que no lo hará más”), bien porque aplica un castigo en el que se castiga a sí mismo (“no se enciende la televisión en todo el fin de semana”…
¿y qué cuando llega la novela, o la película, o si es viernes llega la hora de Vale la pena y el castigador no quiere dejar de verlo?). Se levanta el castigo sin cumplirlo. Por lo que el castigado sacará como experiencia: “Me castigan y después me descastigan rapidito”. No funcionará. Claro, asociada a esta situación, no podemos caer en el otro extremo. También se aplica mal el castigo cuando el castigo no tiene fin. Siempre tiene que fijarse un inicio y un fin. Además de una meta, un propósito, como diré más adelante.
Pero el error de los errores se produce cuando el castigo no está
explicado, es decir no está precedido del señalamiento claro y preciso de qué fue lo que se hizo mal, y por lo cual el castigo se aplica, y cuando no se señala la forma, o las formas correctas, alternativas, de realizar la conducta. Esto es fundamental, cuando castigar no es un fin en sí mismo, sino un instrumento del cambio, de la corrección, del aprendizaje, entonces no basta con “aplicar la sanción”, es fundamental decir con total transparencia por qué se aplica y cómo (o qué) debería haber sido hecho en lugar del comportamiento errático.
Dice el saber popular que no todo lo que sube baja, a veces cuando tiene que bajar, sigue subiendo o empieza a moverse para los lados,
o se queda quietecito en el mismo lugar. Con esto se ha significado la imagen de que lo mal hecho, en dependencia de quién lo haga,
no recibe su merecido, queda impune. Y esto es algo que por muchas razones no vale la pena. Por el contrario, la fórmula adecuada es sencilla: estimular lo bien hecho, controlar los efectos, y si “el chivo rompe tambo”, que pague, pero cobrémosle correctamente.